Eso es lo que le ocurre al cineasta Goran Paskaljevic, nacido en Belgrado en 1947, y que, como a todos los yugoslavos, le ha tocado bailar con la más fea. Conocí personalmente a este director hace dos años, en San Sebastián, al entregarle el Premio Signis por Sueño de una noche de invierno. Y ahora he vuelto a coincidir con él en Madrid. En ambas ocasiones era muy evidente que se trataba de un cineasta que pretendía asomarse al misterio de la existencia –dramática– a través del arte. No buscaba soluciones de diseño ni se sentía capaz de dar las claves que explicaran el dolor del hombre en la historia. Sólo quería "leer" en el interior de la vida y de la experiencia histórica.
"¿Tiene la vida un mensaje? No. Lo maravilloso de la vida es que constituye un gran misterio que hemos de desentrañar constantemente. Y la belleza de un film reside para mí en lo que tiene de más próximo a la vida. Por consiguiente, si un filme quiere reflejar realmente la vida, tiene que encontrar fuerzas en la metáfora, al igual que la poesía", declaraba hace años a la periodista Jasmina Sopova, tras el estreno de la polémica El polvorín, que le supuso la enemistad de Milosevic.
Si esta potencia metafórica era clara en aquel film, en su nueva película Optimistas, lo que más "duele" es su ausencia de final esperanzador. El argumento está integrado por cinco historias inspiradas en la novela satírica de Voltaire Cándido, y en su lema: "El optimismo consiste en insistir en que todo va bien cuando todo va mal". La acción transcurre en la Serbia actual, posterior a la caída de Milosevic. En el primer episodio, un hipnotizador itinerante llega a un pueblo anegado por las aguas y utiliza sus poderes especiales para reforzar la confianza de aquella comunidad. El segundo trata sobre el próspero dueño de una fundición que viola a la hija de uno de sus trabajadores. La tercera parte sigue las andanzas de un joven que dilapida en el juego todo el dinero que su tío estaba guardando para el funeral de su padre. En el cuarto relato, un cardiólogo visita al dueño de un matadero cuyo hijo tiene un vicio macabro. Y el quinto muestra lo que pasa cuando un estafador conduce un autobús lleno de incautos ansiosos de curación física y espiritual.
La pregunta inevitable que se hace el espectador cuando termina el film se refiere a si es razonable "esperar", si después de la debacle del hombre contemporáneo se puede responder positivamente a la tercera pregunta kantiana: "¿Qué me cabe esperar?". El mismo Paskaljevic nos ofrece su respuesta: "Esa necesidad del público de que al final de la película se vislumbre una esperanza es una secuela de la teoría del realismo socialista que nos inculcaron en la escuela, por lo menos en los países del Este. El comunismo cayó, el realismo socialista también, pero sus reglas de oro –ser optimista y creer en un porvenir radiante– perduran en la mente de los espectadores. Curiosamente fue el cine norteamericano el que llevó a su máxima expresión la teoría del realismo socialista al introducir las nociones de esperanza y optimismo como elementos consubstanciales de toda película". Probablemente Paskaljevic, por su educación bajo el marxismo, no se plantea la hipótesis de que también el cristianismo haya influido en una narrativa de fondo antropológico positivo, eso sí, nada utópico (de hecho el verdadero veneno que el marxismo introdujo en el cristianismo fue el paradigma utópico).
En cualquier caso, ese pesimismo que destila Optimistas –valga la paradoja– no tiene nada que ver con el nihilismo de extracción burguesa lleno de complacencia onanista. Este pesimismo es radical, honesto, humano como un puñetazo, sincero como una poesía. Es quizá expresión de lo que Paskaljevic llama el "alma balcánica": "Este alma tiene una propensión a la fatalidad, cree en los mitos, es testaruda, muy testaruda, hasta la autodestrucción."
Cabe destacar en Optimistas la presencia de su actor fetiche Lazar Ristovski, de una fisicidad apabullante, y una puesta en escena directa, llena de personalidad, sin esquivar el drama, en la línea de directores contemporáneos como González Iñárritu o Bahman Ghobadi. En fin, Optimistas no es una película "cómoda", pero es un testimonio de quien aún no ha sucumbido al agradable suicidio colectivo de Occidente.