Fuimos muchos, en las más diversas circunstancias geopolíticas, los que vibramos ante la autenticidad y belleza de aquella apelación encarnada en la experiencia de Juan Pablo II, el hombre llamado a conducir al pueblo de la Iglesia en tiempos que parecían marcados por el cansancio y una difusa sensación de derrota. Me viene todo esto a la memoria al filo del reciente Congreso del PSOE, y ante las reacciones que detecto en algunos amigos y compañeros tras el acelerón laicista del nuevo partido radical de Zapatero.
El pasado viernes, durante la emisión en directo de La Linterna de la Iglesia en la cadena COPE, recibí un mensaje verdaderamente significativo. Un oyente nos confiaba a través de un SMS su temor ante la nueva situación, y recordaba con nostalgia precisamente aquel llamamiento: "Me preocupa el odio que se quiere imponer contra la Iglesia... tengo mínima esperanza de poder ser libre... aunque Juan Pablo II decía no tengáis miedo de anunciar a Cristo, me da miedo hacia dónde vamos". En este sincero reconocimiento se resume bastante bien lo que sienten no pocos católicos españoles ante la deriva de la situación cultural y política de España. Hace treinta años, el testimonio veraz del Papa que venía del este nos persuadió firmemente de que nuestra esperanza no se sostenía sobre los favores del poder político ni sobre la opinión favorable del ambiente, sino sobre la verdad de nuestra fe vivida aquí y ahora, fuese cual fuese la circunstancia que nos tocase atravesar.
Así nos lo enseñaban tantos hermanos en los países sometidos a la dictadura comunista, y así empezamos a aprenderlo los que vivíamos en las sociedades marcadas por el nihilismo y por un creciente escarnio cultural de la tradición cristiana. Tres decenios después, ¿qué nos sucede? Parece como si los nubarrones del entorno político-social hicieran tambalearse nuestra esperanza de ser libres, nuestra certeza de que nada ni nadie podrá impedir que vivamos la fe, que la expresemos públicamente y que la transmitamos al mundo como contenido razonable de nuestra experiencia humana. Es duro reconocerlo, pero también necesario: el problema está en nosotros, y no en las quimeras laicistas de Zapatero. El problema es nuestra propia debilidad, debilidad de la fe (reducida de tantos modos), debilidad de nuestras obras (¿dónde está la creatividad, la visibilidad histórica de esa supuesta mayoría moral?) y debilidad de nuestra propuesta educativa, que experimentamos en las familias, en las escuelas, en las asociaciones y en las parroquias.
Es cierto que Zapatero y su entorno cultural juegan con la ventaja de quien sólo pretende destruir, destejer, arrumbar. Le bastan para ello el concurso fatuo de buena parte de los medios de masas, de una intelectualidad nieta de los mitos del 68, y del poder del Estado ejercido sin rubor ("¿qué nos importa el consenso?"). Sabe que navega a favor de viento y ha decidido pisar a fondo el acelerador: después vendrá la nada, pero esa es otra historia. Mientras tanto a los católicos de esta hora nos toca construir y eso siempre requiere tiempo, paciencia, razones y, sobre todo, confrontarse cordialmente con la libertad de los otros. ¿Acaso nos parece demasiado pesada la tarea, demasiado incierta? Pues en eso ha consistido siempre la misión de la Iglesia, aunque quizás "el proteccionismo y el monopolio en que hemos vivido" (son palabras de monseñor Fernando Sebastián) han hecho que lo olvidáramos.
"¿Qué podemos hacer?", le preguntaba hace pocos meses un párroco de Roma atenazado por la hostilidad del ambiente, a Benedicto XVI. La respuesta del Papa nos viene como anillo al dedo: "En realidad todos tienen sed de Dios, en lo más profundo existe esta sed; por eso, comencemos primero nosotros, junto con los jóvenes que podamos encontrar; formemos comunidades en las que se refleje la Iglesia, aprendamos la amistad con Jesús, y así, llenos de esta alegría y de esta experiencia, también hoy podremos hacer presente a Dios en este mundo." A todos los que podemos temblar, como el oyente del SMS o como yo mismo, nos refresca escuchar la luminosa sencillez del Papa. Es a él a quien tenemos que escuchar y mirar, porque ahora es especialmente importante distinguir las voces de los ecos.
Para los católicos españoles ha sonado la hora de un cambio de mentalidad, que implica no dar por supuesta la fe y salir con las propias razones al encuentro de la curiosidad y el deseo de los hombres. Y para eso hace falta generar un verdadero pueblo cristiano, no una mera agregación de individuos creyentes, por grande que sea. Un pueblo que sepa y se atreva a expresarse en la plaza pública a través de obras sociales, culturales y de caridad, y que ofrezca a quienes se acerquen a él un verdadero camino educativo. Esa es la hoja de ruta para los católicos españoles y no hay legislación que pueda impedirnos recorrerla, sólo nuestra propia debilidad. Pero de esa no podemos culpar a Zapatero.