Hemos podido ver y oír a miembros del Ejecutivo y del Legislativo, bien en su condición de tales, bien en la de dirigentes de su partido, amenazar a una confesión religiosa más o menos explícitamente; intentar condicionar la vida interna de la misma; incluso decir, desde el poder, cómo deberían opinar o si la actuación de sus dirigentes, en este caso son obispos, es conforme o no con su identidad católica. Pero también hemos podido ver cómo ha habido desde algún actor ardorosamente jaleado por otros miembros del mundillo del cine hasta un nutrido grupo de abortistas pedir o la disolución o la cremación de la Conferencia Episcopal.
Lo cual es posible porque se sienten con impunidad social. Algo que no se da espontáneamente, sino que es fruto de un largo proceso de preparación a base de propaganda y una constante estigmatización de lo religioso en general y muy en particular de lo católico y lo clerical. En el momento en que un grupo social ha sido convertido, en la simbología colectiva, en una diana, es fácil ir contra él y, cuando ha comenzado la caza, una vez se haya cogido inercia, es muy difícil pararla. ¿Estaremos aún a tiempo?
La reacción social y la de los demás partidos, con especial responsabilidad el principal de la oposición, ha sido tan tibia como preocupante. ¿Seré un alarmista extremado y pesimista? Los hechos no son aislados, están dentro de una trayectoria cuya última aportación, por ahora, es la ley de cultos que se tramita en el parlamento regional de Cataluña. Pero además son hechos que afectan no a una cuestión periférica, sino a elementos nucleares de la vida personal y social en un régimen democrático. Además esto va unido a otra serie de actuaciones que, en puntos fundamentales de la vida pública, han llevado a la actual Constitución a un estado que, con frecuencia, he calificado de comatoso. Situación en la que parece encontrarse gran parte de la sociedad española; si no, es difícil explicarse las encuestas.
Pero esto no es sólo cosa de curas y monjas. A todos los católicos, desde los más progres a los más carcas, les concierne que los obispos vean coaccionada su libertad para opinar; que haya intromisiones, sobre todo desde el poder, sobre cómo se tiene que organizar la Iglesia o cómo tiene que opinar a través de sus últimos responsables; que la política solamente la puedan ejercer los políticos profesionales; que el espacio público esté vedado a los católicos en tanto que católicos.
Pero esto no es sólo cosa de católicos. La libertad religiosa es algo que atañe a las demás confesiones cristianas, a los judíos y a cualquier otra religión. Todo lo que sea socabar la de unos será siempre en perjuicio de la de otros.
Pero esto no es sólo cosa de personas religiosas. La libertad religiosa incluye la posibilidad de ejercerla negativamente, pues se trata del derecho a poder creer libremente y no solamente un derecho que tengan los que ya creen. Y, como el hombre es una unidad, el deterioro de cualquier derecho afecta a los demás. Cualquier menoscabo de la libertad religiosa es un ataque a la libertad de expresión, de opinión, de conciencia, de reunión, de manifestación, de asociación... hasta puede verse afectada la libertad de movimiento. No es solamente una cuestión de personas más o menos religiosas, es un problema de ciudadanos.
Pero esto no es sólo cosa de ciudadanos. Si quienes ejercen los poderes del Estado actúan así con el grupo más amplio de nuestra sociedad cuando no les conviene lo que dice, cualquier asociación del tipo que sea puede pensar que el camino para que su opinión sea limitada está abierto.
Al votar, además del programa, se otorga la confianza a alguien. ¿Se puede confiar en quienes desconfían de la libertad de grupos y ciudadanos, es decir, de ti y de mí?