Y no estoy hablando de liberalismo tal y como lo entendemos hoy en Estados Unidos, atada a la gestión del estado y al relativismo democrático, sino un liberalismo de una variedad más antigua que puso sus esperanzas en la sociedad, la fe y la libertad.
Tengan paciencia conmigo.
Cuando se anunció que el Cardenal Joseph Ratzinger tomaría el nombre de Benedicto XVI, la pregunta se presentó por sí sola inmediatamente: ¿quién fue Benedicto XV y que defendió? ¿Que implica para el futuro del papado para que se pueda considerar a sí mismo, en cierto sentido, un papado sucesor de aquel?
Benedicto XV fue Papa de 1914 a 1992 –el Papa que fue testigo de cómo una edad de paz, prosperidad y esperanza se convirtió en una época de sangre, violencia y totalitarismo. Es recordado principalmente por su angustiada encíclica Ad Beatissimi Apostolorum, que buscó un final a los conflictos y batallas que se convirtieron en lo que ahora llamamos la Primera Guerra Mundial, la guerra que tan violentamente hizo pedazos las esperanzas de muchas generaciones de liberales del siglo XIX.
Pienso en particular en Lord Acton, que ejemplificó el espíritu de su época. El poder temporal del papa había llegado misericordiosamente a su fin, impulsado por el ala liberal de la fe. Habían puesto su esperanza en la capacidad de la fe cristiana de florecer en la ausencia de coerción, y en la capacidad del mundo de continuar su progreso hacia la paz y la prosperidad. Iba a ser un mundo de comercio libre, pensamiento libre y ortodoxia religiosa. Pero no fue así. La visión del liberalismo en que habían puesto sus esperanza fue completa y totalmente hecha trizas con la carnicería de la guerra.
El Papa Benedicto XV escribió este aterrador párrafo en 1914:
En todos los bandos, el pavoroso fantasma de la Guerra gobierna las naciones. Queda poco sitio para otro pensamiento en las mentes de los hombres. Los combatientes son las más grandes y prósperas naciones de la tierra; quién sabe entonces, si, bien pertrechadas con los más tremendas armas que la ciencia militar moderna ha ideado, se esforzarán en destruirse mutuamente con horrores refinados. No hay límite a la medida de ruina y matanza; día por día la tierra se moja con sangre recién vertida, y se cubre con los cuerpos de heridos y muertos. ¿Quién podría imaginarse, viéndolos llenos así de odio, que pertenecen todos a un linaje común, que son todos de la misma naturaleza, todos miembros de la misma sociedad humana? ¿Quién los reconocería como hermanos, cuyo padre está en cielo? Todavía, mientras que se lucha en furiosa batalla con tropas innumerables, las cohortes tristes de la guerra, la pena y la angustia se abalanzan sobre cada ciudad y cada hogar; día a día el terrible número de viudas y huérfanos se incrementa y, con la interrupción de comunicaciones, el comercio está parado; se abandona la agricultura; los artes se reducen a la inactividad; los ricos están en dificultades; los pobres son reducidos a la más abyecta miseria; todos están en apuros.
Obviamente estas tristes palabras sirvieron como presagio de lo que sucedería: los crímenes y terrores del comunismo y el nazismo, el fin de la unidad europea, el advenimiento de las armas de destrucción masiva, la toma de Occidente por parte de ideologías de gestión social, secularismo, consumismo y todo tipo de horrores. Estas fueron las preocupaciones de todos los papas que siguieron a Benedicto XV hasta Juan Pablo II, que fue singularmente instrumental en el derribo de las grandes tiranías del siglo pasado. Era un tiempo debilitador para cualquiera que creyera en el espíritu de Lord Acton y sus contemporáneos.
¿Y qué fue de la esperanza cristiana? La encontramos en documentos del Concilio Vaticano Segundo, el evento más importante que más marcó las vidas tanto de Juan Pablo como del teólogo alemán Joseph Ratzinger. Este fue el concilio que no dio la espalda a la libertad religiosa sino que la abrazó más completamente con una confianza en que los contratiempos que siguieron al fin del poder terrenal serían temporales. Este concilio quiso ver en el futuro un mundo de espiritualidad renovada y progreso material en el que un orden global de libertad –junto con el avance tecnológico– serviría a todos los pueblos en todos los lugares. Fue el concilio que hizo que la misión de la Iglesia no fuera sólo cuidar de las almas sino también del bienestar de todas las sociedad donde la gente viviera y respirara.
En el momento en que el concilio se cerró, muchos católicos conservadores tenían grandes dudas sobre el optimismo que latía en el corazón del Vaticano Segundo, especialmente el que motivó a la iglesia a abrazar el mundo moderno y definir más claramente la necesidad de la libertad religiosa y los derechos humanos. Pero hoy, su sabiduría es más clara. Comunismo y nazismo llegaron y se fueron. Los otros “ismos” que dominaron el siglo XX también parecen estar reduciéndose. Vivimos de nuevo en tiempos de una nueva esperanza, parecido a aquel que hizo nacer a la visión liberal del siglo XIX.
Esta es una visión abrazada con gusto por Juan Pablo II, y podemos contar con una completa continuidad con esa visión bajo Benedicto XVI. El mismo nombre del último nos da esperanza que la matanza entre la primera guerra mundial y la caída del muro de Berlín no necesita ser nuestro destino común. El Cardenal Ratzinger ciertamente no ha contradicho las enseñanzas liberales de Juan Pablo II en la economía, que encontró grandes méritos en la economía de mercado e incluso condenó los estados de bienestar al estilo europeo.
El Cardenal Ratzinger se ha centrado más en las implicaciones teológicas de herejías políticas como la teología de la liberación que en cuestiones sobre sistemas económicos. Pero ha escrito con gran optimismo sobre las perspectivas para una Europa nueva y unificada –no unificada por el estado sino por la fe y la cooperación. Ha escrito condenas de muy largo alcance contra el estado total como lo conocemos y ha denigrado la manera en que el proyecto socialburócrata del estado presuntuoso ha desplazado la visión cristiana de la unidad en la fe.
Sobre todo, Ratzinger ha escrito en defensa de la libertad auténtica. Ha escrito del "regalo verdadero de libertad que la fe cristiana ha traído al mundo. Fue la primera en romper la identificación entre el estado y la religión quitandole así al estado su demanda de totalidad; distinguiendo la fe de la esfera del estado dio a hombre el derecho de mantener aislado y reservado el suyo o sus el propio que estaba con el dios... La libertad de conciencia es la base de toda libertad." (Libertad y Constricción en la Iglesia, 1981)