Pero, por otro, miro al personaje y caigo en la cuenta de que es quien está al frente del Gobierno de la nación y, entonces, siento una profunda preocupación. Dejemos al hombre y centrémonos, en lo que al comentario público interesa, en el personaje. Sería interesante glosarla entera, pero nos quedaremos sólo con un aspecto, crucial en nuestro tiempo.
Zapatero, como no puede ser de otra manera, pues es hombre, tiene interrogantes sobre lo que, en el fondo, más nos interesa: el de dónde, el sentido, el destino último y, claro, también Dios. Y lo que sorprende más, aunque en realidad es esperable considerando sus habituales opiniones, es la actitud que toma ante las grandes preguntas, que es, en realidad, la que se tiene ante la verdad; mejor con mayúscula: la Verdad. Y esto tiene una notable importancia, porque acaso sea lo más propio del genio europeo y el lugar donde convergieron Jerusalén y Atenas. En Grecia, en la cuna de la filosofía y el conocimiento occidental, Aristóteles, comenzaba así el primero de sus libros metafísicos: "Todos los hombres por naturaleza desean saber". Y, en esta cuestión, está en juego nuestra identidad. La postura que tome un gobernante ante ella no es simplemente algo privado. Sí, ciertamente lo es, pero la actitud personal ante la verdad es algo que impregnará toda su actuación pública y repercutirá en todas sus decisiones y proyectos.
Zapatero parece rendirse antes siquiera de intentarlo: "Hace tiempo que pienso que ni la religión ni la espiritualidad me van a resolver los interrogantes que tengo sobre el mundo, sobre nuestro origen y destino. Los interrogantes están ahí, dejemos que estén ahí". Es comprensible que se pueda sentir defraudado por otros; aunque habría que ver a qué se está refiriendo exactamente y lo que haya podido él profundizar en el conocimiento que le aporte alguna espiritualidad o religión. Pero que prefiera dejar las cuestiones flotando es otro asunto, es haber renunciado, de entrada, a algo propio del hombre: buscar la verdad.
¿Estaré llevando sus palabras demasiado lejos? Escuchémoslo: "Estoy en paz con el más allá, no me provoca ninguna angustia, ni siquiera persigo el intentar saber, creo que ese es un afán vanidoso del ser humano". No solamente dice no intentar saber sobre el sentido último de la vida, sino que esto le parece un afán vanidoso; lo humilde debe ser renunciar a intentarlo. También en las raíces de Europa, en el noveno libro de su De Trinitate, escribe S. Agustín: "Es más seguro el deseo de conocer la verdad que la necia presunción del que toma lo desconocido como cosa sabida". Y prosigue, citando al Sirácida (Eclo 18,7), y nos lanza hacia la verdad, a pesar de las limitaciones del hombre para conocer el misterio divino: "Busquemos como quien ha de encontrar y encontremos como el que ha de buscar. Pues cuando el hombre termina, entonces es cuando empieza". ¿Dónde está la vanidad? No en la búsqueda de la verdad, sino en cómo llevarla a cabo. En su prosecución, si uno sabe lo limitado de sus fuerzas y la grandeza de su anhelo de verdad y la inmensidad de ésta, correrá tras ella no como soberbio conquistador, sino como el sediento que pide un vaso de agua.
Y Esopo, también en el orto de Europa, concluía de este modo la conocida fábula de la zorra y las uvas: "Así también algunos hombres inhábiles por su incapacidad para lograr lo que quieren echan la culpa a las circunstancias". Las uvas no están verdes, están altas y nosotros hambrientos. Renunciar a la búsqueda de la verdad es negar lo más entrañado de nuestra identidad como hombres y europeos, y nos sume en el relativismo. Y esto preocupa en un gobernante, que niegue nuestra identidad y que por ser fieles a ella, acaso por justificar su propio fracaso, nos acuse de vanidosos. El hombre-masa parece estar en el poder.