Se ha puesto de moda acercarse al hecho cristiano con criterios inadecuados. Si yo juzgo una canción de Los Beatles desde los presupuestos musicales del gregoriano, imaginen el resultado; y lo mismo si analizo una obra de Calderón tomando como patrón el teatro del absurdo de Ionesco. Algo similar ocurre si me acerco a un episodio de la vida o historia cristianas desde los presupuestos intelectuales del relativismo y laicismo modernos. Me sale un churro. No puedo comprender nada, y me invento las interpretaciones, suprimo lo que no entiendo y sesgo las cosas a mi avío. Ejemplos de esta incapacidad -ora deliberada ora inocente- de medirse con el cristianismo tal y como es, los tenemos a diario en cierta prensa, en novelillas de moda, en textos académicos, en discursos de políticos (véase a Llamazares hablando de Iglesia con motivo de la nota episcopal sobre los “matrimonios” homosexuales) y, cómo no, en el cine.
Este es el caso del último desatino de Ridley Scott, que quiere contarnos las Cruzadas desde la óptica cultural de la decadencia burguesota que vivimos. Y claro, es imposible. Le sale el ya advertido churro. En primer lugar, Scott no entiende las razones por las que un propio cogía el atillo y se iba a Tierra Santa, invirtiendo unos durísimos meses de viaje. Y como la peli va de eso precisamente pues a Scott no le queda más remedio que tirar de razones fáciles: unos cruzados buscan poder, otros consuelo interior, otros no saben lo que buscan... pero desde luego, ninguno se mueve por verdaderas razones religiosas. Y, ¿qué valor tiene Tierra Santa para un cristiano? Pues ninguno: según el film se trata de ruinas, piedras muertas, y desde luego nadie habla de la historicidad de Cristo -único significado del valor de aquellas tierras-. Bueno en realidad a Cristo no se le cita en toda la película más que una vez y para decir -me mondo- que una cosa es lo que diga el Papa y otra lo que diga Cristo. Y es que los malos de la peli son el Papa, el Obispo del lugar y los templarios. Y son los malos porque son intolerantes, desprecian al moro y tienen mano de hierro. Es el mismo criterio que usan hoy los intelectuales a sueldo para referirse al Papa Benedicto y a los nuevos movimientos apostólicos, entendidos como los templarios del momento.
Frente a los malos, están los buenos, y el protagonista, que es el cruzado progre, muy new age, que busca la alianza entre religiones –“civilizaciones”, diría Zapatero–, que sigue a Cristo pero no al Papa, que no está atado a los formalismos supersticiosos de la Iglesia, y que pregona una vida de principios y una ética universal de la tolerancia mientras se acuesta con la mujer de otro. Por supuesto, para este cruzado de ONG, Dios no es más que una palabra que se usa según convenga, y siempre desde un indisimulable escepticismo.