Hay una belleza esencial, una transparencia deliciosamente evangélica en la predicación de este teólogo grande entre los grandes, que ahora es el pastor de la Iglesia universal, y sabe hablar a los pobres y a los sencillos de corazón, a los fieles cristianos de cualquier condición, que esperan con pleno derecho el testimonio de la fe cristiana en toda su riqueza y con toda su relevancia para la vida. Aquí se ve bien claro que no es difícil hablar de Dios y de la Iglesia de un modo que conmueve el corazón de los oyentes, que sabe implica su vida y encender su esperanza. Sí, así debió ser la primera predicación de los apóstoles, así ha sido siempre la pedagogía de los grandes renovadores de la vida eclesial.
En primer lugar, el Papa quiso retomar la gran cuestión de la vida cristiana: la amistad de Cristo (¡”cada uno de nosotros puede tutearle”!), que hace posible para cada bautizado el don del Espíritu. Pero esta amistad no es un bien que el cristiano pueda conservar avaramente, sino que el mismo Espíritu le empuja a comunicarla. Los amigos de Cristo son hombres, por así decirlo, “que lo han tocado con la mano”, y por eso pueden ser sus testigos hasta los confines de la tierra. No hay otro método para construir la Iglesia, no hay atajos para la misión: sólo el testimonio de hombres y mujeres llenos de Cristo, “que encenderán de manera siempre nueva la llama de la fe”. Y entonces Benedicto muestra su genialidad: “esta sinfonía de testimonios está dotada también de una estructura claramente definida: a los sucesores de los apóstoles, es decir a los obispos, les corresponde la responsabilidad de hacer que la red de estos testimonios permanezca en el tiempo”. ¿Quién dice que no se puede explicar de un modo atractivo y convincente el ministerio en la Iglesia?
En esta red de testigos que se extiende en el tiempo y en el espacio (eso es la Iglesia), al sucesor de Pedro le corresponde una tarea singular, que el Papa explica recordando aquel momento de crisis de los discípulos, cuando muchos querían marcharse y Pedro tomó la palabra para confesar que no había otro lugar donde pudieran ir, después de haber conocido a Jesús. Como entonces, frente a todos los vientos que se levantan, el ministerio del Papa es la garantía de que la Iglesia obedece sólo a Cristo, sin ceder a la presión del poder o del ambiente, sin caer en la tentación de aguarse o adaptarse a las modas de cada momento histórico.
Y a los que, un día sí y otro también, piden al nuevo Pontífice que ejecute la agenda de las reformas que ellos le han diseñado previamente, Benedicto XVI les recuerda que el Papa “no es un soberano absoluto cuya voluntad es la ley”, que su ministerio no consiste en rediseñar la Iglesia, que él “está ligado a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos”, y que su poder no es otro que el de “obedecer y llamar a la obediencia, a Cristo y a su Palabra”. No sé lo que opinarán (aunque lo sospecho) los que se consideran sabios en la Iglesia, los que ya tienen su fórmula para renovarla (fórmulas, en muchos casos, gastadas y fracasadas), los “expertos” que siempre han tenido por simplones y necios a los apóstoles (recordemos si no a san Pablo), y cuyas proclamas de libertad esconden casi siempre un proyecto de dominio. En todo caso, como decía el gran teólogo H. U. von Balthasar (¿qué pensará al contemplar a su discípulo y amigo con el anillo del pescador?), el ministerio debe traslucir las heridas de Cristo en la cruz, y así se hará tanto más creíble para su tiempo.