Habrá que investigar si ha sido algún krausista redivivo quien ha sugerido la idea y así se ha tomado la revancha de los vencidos. No necesitamos más datos de esta etapa destructora de nuestro presente que esta desafortunada traslación de la historia y traición a la historia cultural de nuestro país. El odio visceral que una destacada facción de la izquierda manifiesta a nuestro pasado nos debe hacer recordar que si no respetamos a los muertos, por qué respetar a los vivos.
Para entender qué es lo que queremos decir cuando decimos España no hay mejor guía que la lectura de la prolija obra de don Marcelino Menéndez Pelayo. El papanatismo cultural español ha obviado la obra y el pensamiento del polígrafo montañés cometiendo, así, una de sus más graves injusticias intelectuales. Quien sostenga hoy que don Marcelino es un franquista de tomo y lomo lo único que demuestra es que no ha leído más de dos solapas de sus libros. El desgaste al que fue sometido su pensamiento en la legitimación de ciertos hábitos ideológicos y culturales durante el régimen de Franco propició la pérdida de la vigencia de su pensamiento, pero no su utilidad.
Y no es un problema sólo de la izquierda siempre recalcitrante; es una enfermedad de cierto centro derecha, como se dice ahora, acomplejado por su incapacidad de encontrar un norte ideológico. Mientras la derecha española sólo se preocupe por la economía estamos arreglados. No hay más que observar quién marca la agenda cultural en nuestro país, o cuál fue la herencia del gobierno de Aznar en estas lides, para darnos cuenta que sin una nítida concepción de la cultura –del hombre, por tanto– no habrá un futuro político ilusionante. El problema del rechazo por unos y por otros del sabio montañés radica, con toda probabilidad, en sus palabras del brindis del retiro o en su epílogo a esa obra de juventud que fueron los Heterodoxos. Quiérase o no ahí están sus palabras: "Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación". "Por ella (la fe católica) fuimos nación y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso".
El siglo XIX fue un siglo especial para las corrientes historiográficas y para la renovación de la ciencia histórica. Fichte, Chaadaev, Von Ranke, Migne, Mommsen, Taine, Burckhart son algunos nombres del olimpo de las metahistorias. En España, don Marcelino recogió el testigo de lo más acreditado de muchos de ellos. Lo que pocos negarán es que puso los cimientos, en nuestro país, del cultivo de lo que hoy se denomina la "historia de las ideas" o la "historia intelectual". Nos enseñó que la comprensión de lo que somos está condicionada por nuestra historia. La historia no es sólo un conjunto de estrategias y de acciones encaminadas a la conquista del poder. La Historia es la historia de la libertad, del progresivo conocimiento de lo que la libertad es y de la posibilidad que brinda lo que, desde el actuar humano, recibimos de la tradición y entregamos al futuro. Solía repetir nuestro ilustre santanderino: "¡Qué obra más grande y más bella es esta de la Historia!"
Lo que forma a las nuevas generaciones, lo que conforma al ciudadano, es el deber de la verdad, de la historia, y no el deber de la ideología. La Directora de la Biblioteca Nacional, de cuyo nombre no me quiero acordar, ha dictado un sentencia contra la medida de su capacidad de asumir el pasado y de pensar el presente. Esperemos que sus responsabilidades al frente de esta institución pública, al servicio de los ciudadanos, pase pronto a la historia.