Allí vive el pueblo de la Antigua Alianza, cuya existencia sigue siendo preciosa para la Iglesia, y los pueblos hoy bombardeados, son los mismos que un día pisó Jesús; allí está Jerusalén, la ciudad santa para las tres grandes religiones; por otra parte, en el Líbano vive la última gran comunidad cristiana de toda la región, y en países como Jordania, Siria e Irak, las minorías cristianas experimentan desde hace siglos la difícil convivencia con el Islam.
Por todo ello, la diplomacia de la Santa Sede ha sido tradicionalmente muy activa en la zona, más aún desde que se han despejado las telarañas de confusión en torno a las relaciones con el estado de Israel. Los gestos y palabras de Juan Pablo II y de Benedicto XVI han sido suficientemente elocuentes para dejar claro que la Iglesia siente algo más que estima por el pueblo judío y su futuro, pero eso no ha impedido que la Santa Sede haya reivindicado de manera constante los derechos del pueblo palestino. Por supuesto que entrar en este conflicto que dura ya sesenta años es introducirse en un terreno minado, y cada declaración debe trazarse con tiralíneas para no ser malinterpretada por unos o por otros. En todo caso, aunque aquí no podamos hacer un análisis extensivo, el tiempo ha demostrado que la voz del Papa se ha levantado siempre en defensa de la dignidad y los derechos de todos, aunando integridad moral y sabiduría histórica.
En esta ocasión, Benedicto XVI se apresuró el 16 de Julio a condenar los actos de terrorismo que han estado en el origen de la crisis, pero al mismo tiempo advirtió que eran inaceptables unas represalias que estaban implicando trágicas consecuencias para la población civil. También tuvo un especial recuerdo para la ciudad israelí de Haifa, que ya había sufrido el bombardeo de los Katyusha lanzados por Hezbolá. El Papa añadió que en el trasfondo de la crisis existían "situaciones objetivas de injusticia", que era preciso remover. Podemos preguntarnos cuáles son esas situaciones a las que se refería el Papa. Pues bien, cuatro días después, el 20 de Julio, la Sala de Prensa de la Santa Sede emitía una declaración articulada en cuatro puntos en la que se reclamaba un inmediato alto el fuego, la apertura de corredores humanitarios para llevar ayuda a las poblaciones víctimas del conflicto, y la apertura de negociaciones razonables y responsables para poner fin a dichas situaciones injustas. Precisamente el núcleo de la declaración, contenido en el punto 3, nos permite alumbrar a qué se refería Benedicto XVI: en realidad, afirma la declaración vaticana, "los libaneses tienen derecho a que se respete la integridad y la soberanía de su país, los israelíes tienen derecho a vivir en paz en su Estado y los palestinos tienen derecho a una patria libre y soberana". El Papa repitió literalmente estas tres afirmaciones durante el Ángelus del Domingo 23 de Julio, al tiempo que expresaba su especial cercanía a las poblaciones civiles injustamente golpeadas, "tanto las de Galilea, obligadas a vivir en los refugios, como de la gran multitud de los libaneses, que una vez más, ven destruido su país y han tenido que dejarlo todo y tratar de salvarse en otro lugar".
Las intervenciones del Papa no son meras fórmulas de buenas intenciones o propuestas angélicas. Naturalmente, la Santa Sede cuenta con información de primera mano en la región, como la que le llega de la Asamblea de obispos maronitas del Líbano, que han denunciado la destrucción intensiva de las vías de comunicación que ha dejado aisladas a poblaciones enteras, haciendo imposible el envío de alimentos y medicinas. Los obispos exigen un alto el fuego inmediato en consideración de los civiles inocentes, pero exigen también que se zanje la crisis de manera radical, para que se haga plenamente justicia a todas las partes implicadas. Naturalmente, a la comunidad cristiana libanesa le preocupa profundamente el vigor adquirido por la milicia de Hezbolá que ha llegado a constituir un estado dentro del estado libanés, como le preocupa la sempiterna tutela de Siria sobre el país de los cedros. Pero evidentemente condenan el bombardeo sistemático de ciudades libanesas, con su secuela de centenares de víctimas civiles, y seguramente piensan que los integristas se alimentarán en el futuro del resentimiento que esta guerra provoque. En el Vaticano conocen perfectamente los hilos de esta crisis, que llegan hasta Damasco y Teherán, y son conscientes de lo mucho que se juegan todas las partes, empezando por Israel que tiene conciencia de luchar por su supervivencia, siguiendo por los palestinos sumidos en un ciclo de desesperación, y terminando por los cristianos en su siempre frágil y amenazada situación. Por eso los tres derechos enunciados por Benedicto XVI deben hacerse posibles a un tiempo, con la audacia del diálogo. Sin ello será imposible una paz justa y duradera.