El régimen de Hu Jintao se ha planteado las Olimpiadas como una gigantesca operación de marketing que debe proyectar la imagen de un país lanzado hacia el liderazgo del futuro en todos los campos. Claro que para eso es preciso correr una cortina de silencio sobre demasiadas cosas. Para empezar, sobre las tremendas contradicciones de un sistema que ha abierto algunos sectores de su economía al libre mercado mientras mantiene un férreo cerrojo a las libertades y los derechos humanos. El resultado ha sido una franja costera con un desarrollo fulgurante y una nueva clase de ricos (unos doscientos millones de personas) frente a un interior rural y subdesarrollado en el que una población de más de trescientos cincuenta millones de personas se hunde cada vez más en la pobreza.
Por otra parte, hoy apenas queda rastro de la épica revolución de los estudiantes en Tiananmen, ahogada en sangre por orden de los mandarines del PCCh. Parece como si la sed de libertad que puso en jaque a la mayor dictadura de la historia hubiera sido tragada la tierra: unos se han entregado al disfrute de las nuevas posibilidades ofrecidas por el crecimiento económico, otros simplemente han decaído en la resignación. Culturalmente hablando, el pueblo chino está sufriendo la superposición de la tradición confuciana, del maoísmo y de un capitalismo sin raíces: es difícil definir el sabor de este extraño cóctel y predecir su evolución futura.
Abortado (parece que definitivamente) cualquier conato de disidencia política, la represión se ceba hoy en el campo de la libertad religiosa. Más allá de las buenas palabras que se gastan en las oceánicas asambleas del comunismo chino, los aparatos de control se han perfeccionado para impedir cualquier vía de agua que proceda de un ámbito que desde siempre ha inquietado a los jerarcas del régimen chino. En este sentido las Olimpiadas juegan un auténtico papel de máscara: por un lado se abren espacios (bajo estricta vigilancia) para que las delegaciones extranjeras puedan ejercer la libertad religiosa, mientras se impermeabilizan las comunidades religiosas locales para impedir todo contacto con los visitantes, y se acentúa la represión preventiva para evitar cualquier manifestación visible durante el desarrollo de los Juegos.
El cardenal Zen reconoce que la paciencia, una virtud tan china, no es su fuerte. Aun así, se niega a enjuiciar la situación en términos de optimismo-pesimismo. Se ha cumplido un año de la histórica carta de Benedicto XVI a los católicos chinos, el movimiento de mayor trascendencia que ha realizado la Santa Sede desde que en 1952 Mao expulsara de Pekín al Nuncio y comenzara una persecución en toda regla. Los frutos de esa preciosa carta son difíciles de evaluar: para las comunidades católicas (unos doce millones dispersos desde la antigua Manchuria a Shangai) ha supuesto una inyección de esperanza y una señal luminosa de la preferencia del Papa; para los burócratas de la Asociación de Católicos Patrióticos, un serio peligro de perder sus estúpidas prebendas; y para el régimen, un documento difícil de clasificar que ha descolocado sus estrategias diplomáticas.
Lo cierto es que poco o nada se ha movido en la dirección de una mayor libertad para los católicos chinos, e incluso las esperanzas suscitadas por algunos nombramientos episcopales concordados con Roma sotto voce parecen ahora más lejanas. "Quizás yo soy demasiado impaciente", concede el cardenal Zen; aun así, insiste, "la baza más importante con la que contamos es la carta del Papa (...). Hay que dejar que el tiempo pase, a la larga producirá resultados". También los analistas occidentales somos impacientes y aplicamos una lógica muy distante de la mentalidad china. Mientras el régimen recela de las intenciones de Roma y sigue viendo a la pobre comunidad católica como un peligro potencial (curioso este pavor que ya alentaba el propio Mao, como relata Jung Chang en su monumental biografía del tirano), las preocupaciones principales para los responsables de la Iglesia en China son de otro orden.
La cuestión esencial es cómo responder al desierto espiritual y moral que se abre paso a caballo de la tecnología impostada sobre las ruinas del maoísmo. Un gran conocedor del mundo chino, el padre Bernardo Cervellera, ha explicado que "particularmente en la clase media, formada por estudiantes y licenciados, y en el mundo académico, crece la búsqueda de un sentido de la vida, del deseo de Dios; una búsqueda que se aleja cada vez más de los mitos y tradiciones basadas en el confucianismo".