Podríamos pensar que la cultura de la trasgresión que hoy nos domina no es más que una salida en falso de la degeneración más profunda del sentido de lo bello, de la estética de lo sagrado. La dimensión sagrada de la persona está más allá de la apariencia, es una exigencia de la naturaleza. Muchas han sido las filosofías que ven en lo sagrado del hombre el origen de su alienación principal, de su “deshumanización”. De ahí la permanente insistencia pagana contra las manifestaciones de lo sagrado, no sólo en el ámbito de lo público, lo cultural, sino en las conciencias. Sin embargo, la experiencia de la Iglesia, y de la humanidad, es que lo sagrado es el factor decisivo de la plena humanización del hombre. De ahí, por ejemplo, el empeño con que Juan Pablo II ha propuesto a una multitud de santos y santas de ayer y de hoy como modelos de santidad, de sacralidad, de humanización, en suma. Las ideologías sostenidas sobre la superficialidad del hombre han creado un nuevo paganismo en el que, olvidándose de Dios, se han olvidado del hombre.
Estamos, por gracia de la Historia, en la tensión de los días de la Pascua. La resurrección de Cristo, eje de la vida cristiana, nos recuerda que así como no podemos entender a Cristo sin su historia, y sin la Historia de la humanidad, tampoco podemos comprender a la Iglesia sin la Historia. La Iglesia aparece en nuestro tiempo, si cabe, como salvaguarda y garante de la humanidad, de la verdad sobre el hombre y de la verdad sobre Dios. La burla del poder emerge hoy, ha dicho Ratzinger, con especial virulencia. “¡Cuántas veces los signos del poder ostentados por los poderosos de este mundo son un insulto a la verdad, a la justicia y a la dignidad del hombre! Cuántas veces sus ceremonias y sus palabras grandilocuentes, en realidad, no son más mentiras pomposas, una caricatura de la tarea a la que se deben por su oficio, el de ponerse al servicio del bien”. Podemos mirar a nuestro alrededor y nos daremos cuenta de que el ejercicio del poder político, social y cultural, envuelto en un celofán de transparencia, se ha obsesionado por una ideología del bienestar, permanente tentación del pan y circo.
La tentación del poder aniquilador de humanidad es, junto a la banalización del mal, la revancha contra la Historia. Si se banaliza el mal, se tranquiliza nuestra conciencia. Si banalizamos el mal, nos alejamos del árbol de la vida, nos alejamos del génesis, y la tierra, de nuevo, se convierte en un cementerio. Tantas sepulturas como hombres. Un gran planeta de tumbas, como escribió, en 1976, Juan Pablo II. Entonces, sólo nos queda arremeter contra la historia, y sustituir nuestra historia por la memoria de los proyectos fracasados. Si banalizamos el mal, le arrancamos al silencio su capacidad de sugerir presencias; le robamos a la palabra todo su sentido y su sensibilidad; profanamos, en suma, el misterio del amor.
La Iglesia lucha, quizá como nunca, para que el poder no banalice el mal. La Iglesia se esfuerza para que no se multipliquen las tumbas en nuestro planeta. La Iglesia confiesa, en la noche de Pascua, como dice la antigua liturgia hispana de los mozárabes, que “lo que nació de María, lo coge la Iglesia en sus brazos. El pequeño que entró en el mundo por María, se hace enormemente grande en la Iglesia. Con María era un niño, en la Iglesia se hace un gigante”.