Aunque el problema tenía raíces profundas, lo más virulento de la controversia llegó con un edicto de León Isáurico por el que se prohibían las imágenes, pero no todas, claro está, solamente aquellas que eran representación de Cristo, los santos y los misterios divinos. El Antiguo Testamento había vetado toda imagen de Dios, pero, como dijo uno de los perseguidos por los iconoclastas, que no era otro que S. Juan Damasceno: "En otro tiempo, Dios, que no tenía cuerpo ni figura, no podía de ningún modo ser representado con una imagen. Pero ahora que se ha hecho ver en la carne y que ha vivido con los hombres, puedo hacer una imagen de lo que he visto de Dios". En realidad, los iconoclastas ni tenían una mente muy abierta a la analogía de la realidad ni creían en la humanidad de Cristo, se habían quedado en una postura judaica muy similar a la del Islam: un Dios que permanece a una cierta distancia de los problemas de los hombres.
Pero, más allá de una controversia concreta, la cuestión de la relación entre realidad y representación es algo profundamente humano porque es el problema de la verdad, que es mucho más que una cuestión de correlación entre la representación y lo representado, de alguna manera se trata del hacerse presente de esto en aquella. Cuando destruimos una imagen, en cierto modo, creemos que lo representado tiene alguna virtualidad en ella, si así no fuera, ¿por qué destruirla? Las estatuas de los dioses de la antigüedad, en este sentido, nos producen indiferencia. Si alguien estuviera dejando de creer en ellos, encontraría en sus imágenes una tentación, algo amenazante que quisiera destruir, pero cuando el corazón está completamente desafectado, uno puede contemplar la belleza de la obra de arte o el recuerdo de un pasado que dejó de ser. Los iconoclastas, en el fondo, algo creen en el dios o Dios al que quieren combatir; aunque piensen que esté muerto, en lo más hondo, creen que, como en la estatua del Comendador del mito donjuanesco, puede hacerse presente reclamando venganza. Tal vez algo tendrá que ver esto con nuestro rampante laicismo.
Una de las características del pasado siglo XX en todo el mundo, herencia del decimonónico, fue la divinización de las ideologías. Por ello, la retirada de la estatua de Franco y la unción con pintura de las de Largo Caballero e Indalecio Prieto, todas ellas en la Plaza de San Juan de la Cruz en Madrid, con la agitación correspondiente, hace pensar que los dioses Marte y Saturno de la pasada Guerra Civil tienen todavía muchos corazones en los que aún encuentran refugio. Y en Alemania, por ejemplo, W. Wenders ha criticado la película El Hundimiento de O. Hirschbiegel porque, según su opinión, participa de la mitificación de Hitler, por no mostrar directamente su suicidio; para él, parece que tal vez hubiera sido necesaria, para Alemania, aunque no solamente, una catarsis iconoclasta en la pantalla.