Semejante paso sin precedentes habla mucho sobre la influencia creciente del activismo político de los cristianos evangélicos. En realidad, desde hace tiempo algunos evangélicos han apoyado enormes aumentos en multas de la FCC y la expansión de poderes de la agencia gubernamental. Y la NAE (Asociación Nacional de Evangélicos) ha anunciado su entrada en la política con una declaración de intenciones: “Por la salud de la Nación: Una llamada evangélica a la responsabilidad cívica”
Por supuesto que los cristianos deben ser participantes activos en cada faceta de la sociedad, incluyendo la política. Pero los activistas cristianos necesitan estar alertas para no caer presa de la tentación y usar el poder político para imponer patrones externos de moralidad por una serie de razones interconectadas. La primera tiene que ver con ese tipo de cristianismo que pone gran énfasis en la importancia del comportamiento y conducta públicos en detrimento de la reflexión privada y la disciplina.
Existe una tendencia inquietante entre los evangélicos americanos a enfatizar las exhibiciones públicas de la virtud. El furor sobre la exhibición pública de los 10 Mandamientos es un ejemplo, pero la batalla por la decencia en los medios de difusión está tomando un cariz similar.
Para los cristianos, el significado de la Nueva Alianza representa lo siguiente: más importante es que la ley sea escrita en nuestros corazones que exhibida en nuestros juzgados. Si nuestra preocupación fuese la otra, eso nos pondría al alcance de la condena de Jesús por hipocresía farisea.
Esta verdad nos lleva al segundo y muy relacionado problema. El activismo político extremo es una amenaza a la labor fundamental de la Iglesia: la proclamación del Evangelio. Muchos critican los esfuerzos de ayuda de grupos nominalmente cristianos como el National Council of Churches, que separan la evangelización del trabajo caritativo. Pero allí donde con razón criticamos tal inconsistencia en unos sitios, también debemos tener cuidado con la tentación de confundir o perder de vista el cumplimiento de la gran misión en otros sitios.
El Evangelio no es reducible a la institución de leyes de acuerdo con la moralidad cristiana. Además, un énfasis desproporcionado de estas leyes puede llevar a una posición adversa al cristianismo. Sin embargo la percepción que queda a menudo es que la manera como la iglesia debe “hacer partícipe a la sociedad” es principalmente, si es que no únicamente, a través de políticas públicas.
Mas allá de estos problemas teológicos hay una pregunta prudente sobre el uso acertado del poder político. En el área amplia de los estándares de decencia, el tercer problema sale de la naturaleza coercitiva del poder gubernamental.
Mientras los cristianos mantengan influencia para diseñar políticas en determinado campo, es probable que las leyes se queden en concordancia con la moral cristiana. El peligro está en que una vez que el poder de semejante regulación de la libertad de expresión haya sido cedido al gobierno, es casi imposible que nos lo devuelvan. Y es casi seguro que la actual etapa de influencia política cristiana se desvanezca con el tiempo.
Hoy quizás las payasadas de un Howard Stern sean prohibidas por una creciente regulación gubernamental. Pero mañana puede ser que simplemente leer la epístola de Pablo a los Romanos sea considerado apología del odio, indecente o intolerante. Ya hemos visto en otros países amenazas de ese tipo. En palabras de Jesús, “el que mata por la espada morirá por la espada” (Mateo 26:52). El entusiasta activismo cristiano en el área de la limitación de la libertad de expresión lleva consigo la posibilidad que hayan incursiones gubernamentales en la esfera de la mismísima Iglesia.
Los cristianos individualmente y asociados en organizaciones de voluntariado pueden ser voces importantes en el debate público. Pero el papel de los grupos cristianos políticamente activos nunca debe hacer perder de vista la principal labor de la iglesia. Mas aún, la proclamación de los Evangelios no debe ser reducida a activismo político.
El teólogo Dietrich Bonhoeffer insiste en que “la verdadera iglesia de Cristo nunca deberá intervenir en el Estado de manera que critique su trabajo de hacer historia, desde el punto de vista de algún ideal humanitario”. Mas bien, la Iglesia “puede y debe preguntar continuamente al Estado si su labor puede justificarse como acción estatal, o sea, como acción que lleve a la ley y el orden, no al desgobierno y al desorden (precisamente porque la iglesia no moraliza en instancias particulares)”.
Hay una manera mucho mejor que forzar a otros a adherirse a principios objetivos de moralidad: Es convertirlos a esos principios. Ultimadamente es sólo a través de la revelación del Evangelio que la cultura y la nación serán redimidas. Para la iglesia, la labor es hacer partícipe al mundo no con la espada del gobierno sino “con la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios” (Efesios 6:17)
Jordan Ballor es editor asociado con el Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad en Grand Rapids, Michigan.