Se trata de Juan Arias, antiguo responsable de información religiosa de El País, que ya nos ha demostrado sus habilidades para la fabulación en varios libros sobre Jesús, la Virgen y María Magdalena (¿qué tendrá la Magdalena para atraer así a tantos iluminados de esta hora?).
En esta ocasión (El País, 27-12-05), el detective Arias se nutre de una información del diario brasileño O Globo con unas supuestas revelaciones de un cardenal carioca que, de existir, porque yo desconfío, y mucho, descalificarían de raíz a su autor. El ignoto purpurado habría violado la severa norma que impone el más estricto secreto sobre las deliberaciones del Cónclave para relatarnos lo que, en palabras de Arias, habría sido una campaña electoral en toda regla, orientada a conseguir la elección de Ratzinger.
En realidad, lo supuestamente revelado es bastante escaso, y cuanto más se lee, más se tiene la impresión de que un ratón ha parido una montaña, o al menos eso buscaba Arias. Se habla de dos cardenales latinoamericanos, López Trujillo y Medina, que habrían desarrollado una intensa campaña en el continente americano a base de encuentros furtivos, compartiendo mesa y mantel, en conventos e institutos religiosos.
La fantasía se transforma en delirio. Que los cardenales de los cinco continentes hablaban desde hacía meses sobre el futuro de la Iglesia, ante la inminencia del fallecimiento de Juan Pablo II, es algo que cae por su propio peso, y para hacerlo no necesitaban reuniones furtivas. Mesa y mantel seguramente sí, porque almuerzan como todos los mortales. Arias se ufana de conocer bien el percal con este sugestivo dato: ambos purpurados serían del Opus Dei, institución que habría tenido especial protagonismo en toda la "campaña". Pues bien, de nuevo "agua": es que el pobre no da una.
Lo cierto es que López Trujillo fue en su día la bestia negra de la Teología de la Liberación, y que Medina fue compañero de Ratzinger en la aventura de la revista Communio, punto y basta. El otro nombre citado es el del austriaco Schönborn, del que dice que habría sido muy activo en promover la candidatura en Europa. Todo el mundo sabe que el arzobispo de Viena es discípulo y amigo de Ratzinger, pero no me lo imagino "convenciendo" a sus hermanos de Londres, Lisboa o Madrid. Por otra parte, si un cardenal le dice a otro "mi candidato es Pedro", no es difícil que éste le responda a aquél: "Pues el mío es Juan". ¿Tanto despliegue para esto?
Pero por la boca muere el pez: nos cuenta Arias que el secreto mensaje que estos cardenales llevaban en la cartera durante su infatigable campaña era que Ratzinger sí aceptaría, a pesar de la edad y de la salud. O sea, que el problema no habría sido tanto señalar al candidato (parece que la mayoría lo tuvo clarísimo enseguida), sino convencer a todos de que éste aceptaría, llegado el caso. Quizás le vendría bien a nuestro agente 007 releer su propio periódico, que meses antes de la muerte de Juan Pablo II había publicado un artículo del inteligente vaticanista de La Repubblica Marco Politi, que señalaba claramente cómo en numerosos círculos cardenalicios el nombre de Ratzinger sonaba ya espontáneamente, a espaldas del interesado.
No hacían falta visitas intempestivas ni reuniones en remotos conventos para compartir la idea de que el cardenal alemán iba a ser uno de los hombres fuertes del Cónclave, por razones tan evidentes que haría falta estar ciego para no comprender.
Quien más, quien menos, todos los que trabajamos en este ramo recibimos susurros durante el periodo de las congregaciones previas al Cónclave, y coinciden en señalar algo menos novelesco pero mucho más sólido: la impresión general de que era necesario un hombre excepcional para recoger el testigo de un gigante y el análisis dramático de la situación de la fe en los países de antigua Cristiandad, que requería de alguien capaz de llegar a las raíces y hablar a un mundo crecientemente pagano. No niego que se pudieran encontrar otros nombres, pero el más obvio, incluso más allá de los temperamentos y las preferencias personales, se llamaba Joseph.