Nada más aterrizar del avión invitó, junto con San Agustín su preferido, a San Ireneo de Lyon –"autor de Adversus haereses, dio un testimonio elocuente de la robustez del pensamiento cristiano"–, para que le acompañaran en el difícil trance de dar razones de la fe, del amor cristiano y de la esperanza. Ireneo había evangelizado las Galias allá por el siglo II. Había contribuido decisivamente al nacimiento de las raíces católicas de la amada y predilecta hija de la Iglesia y, sobre todo, había preservado a los cristianos del mayor peligro para la fe: el lenitivo de un gnosticismo que disolvía la esencia del cristianismo en pura fantasía sensitiva. Ireneo de Lyon se había propuesto dialogar con quienes habían perdido la razón de su caridad y de su esperanza con la falsa expectativa de poder ofrecer una novedad que no era tal.
El discurso de Benedicto XVI al mundo de la cultura ha pasado a la antología de textos del pensamiento contemporáneo. Cuando el Papa recurre a la analogía de la historia lo hace para extraer la sabiduría de lo divino y de lo humano. El tiempo del monacato primero era el de la "fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando". San Benito había trabajado para que la Iglesia se convirtiera en casa de la razón, en hogar de la sabiduría clásica que estaba amenazada por la barbarie. San Benito sembró en su Europa la mirada "más allá de las cosa penúltimas" para lanzarse "a la búsqueda de las últimas, de las verdaderas". Y lo hizo con la conjunción de la oración y del trabajo, del ocium y del nec-ocium en la vida.
No hay dimensión de la existencia humana que no se sienta concernida por la necesidad de encontrar la vida, que significa buscar a Dios. En un mundo en el que "Dios se ha convertido realmente en el gran desconocido" no podemos obviar que la cultura es el humus de la pregunta sobre Dios. El Papa nos ha recordado que "una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo la pregunta sobre Dios como no científica, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura".
El Papa dijo en Francia que se sentía como en casa. No en vano, en sus años de estudiante, había pasado temporadas imaginando el París de las disputas escolásticas medievales, el nacimiento del nominalismo y la fuerza de la teología de Buenaventura. Era la Europa de las cinco naciones, la Europa de la Cristiandad. En sus años de plenitud de sacerdote, sus más cercanos amigos eran los teólogos de la Nouvelle Théologie. Juntos contribuyeron decisivamente a un Concilio que no puede negar el marchamo francés. Si de literatura hablamos, Benedicto XVI no ha dejado nunca de su mano a los artífices de la belleza cristiana en la literatura, Claudel, Bernanos, Péguy.
Cuando una persona mira a los ojos del Papa y se fija en la profundidad de su mirada rompe con los prejuicios. El problema del extendido laicismo, de la cristianofobia de no pocos dirigentes políticos y sociales actuales, es un problema de diálogo sincero con la verdad, de visión de la realidad que les rodea. Quien está anclado en el anticlericalismo social trabaja con un arcaísmo regresivo. Benedicto XVI ha demostrado que, aunque el drama de nuestro tiempo sea la ruptura entre la fe y la razón, la esperanza radica en la recuperación de un diálogo que dignifique la fe y la razón ante las tentaciones que circulan por doquier. No se trata de humillar a la razón, ni de despreciar sus múltiples efectos. No se trata de imponer la fe, ni de programar nuevas conquistas. Lo que Benedicto XVI ha hecho en Francia no es más que dejar que del corazón y de la razón hable su boca y llene de esperanza el corazón de muchos franceses, de muchos hombres y mujeres.