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DESDE EL ENCUENTRO CON EL PAPA

Es preciso un nuevo inicio

Apenas hace año y medio de aquel acontecimiento que consiguió sacar a la luz a un pueblo cristiano entusiasmado y generoso, que en presencia del Pastor de la Iglesia universal se sentía reconciliado con su propia historia y convocado a la tarea apasionante de comunicar el cristianismo como novedad llena de esperanza, con sencillez, audacia y libertad.

Apenas hace año y medio de aquel acontecimiento que consiguió sacar a la luz a un pueblo cristiano entusiasmado y generoso, que en presencia del Pastor de la Iglesia universal se sentía reconciliado con su propia historia y convocado a la tarea apasionante de comunicar el cristianismo como novedad llena de esperanza, con sencillez, audacia y libertad.
Cartel de la visita del Santo Padre en mayo de 2003
Fue tal la elocuencia del encuentro con el Papa, su capacidad constructiva (en el interior de la Iglesia y en el panorama social) y su carácter positivo casi universalmente reconocido, que nos hizo pensar en el comienzo de una nueva etapa, en la que finalmente el catolicismo español podría desenvolverse sin tropezar con los prejuicios y la hostilidad manifiesta de algunos sectores intelectuales y de una parte no despreciable de nuestra sociedad. Pero se ve que confundimos la esperanza con el optimismo.     
 
Tan sólo han transcurrido diecisiete meses desde entonces, pero parecen una eternidad. El vendaval legislativo contra el tejido moral de la tradición cristiana (la “moral carca”, que diría Zapatero), la renovada acidez anticatólica de una parte de los medios de comunicación, y un inusitado aumento de la habitual temperatura anticlerical de artistas, profesores y analistas, parece pesar como una losa sobre aquel cuerpo que en Mayo de 2003 se sentía tan ligero y dispuesto para el vuelo. Por eso resulta conveniente hacer memoria y recuperar las claves que, más allá de la emoción del instante, hicieron de aquel encuentro con el Papa un momento profundamente educativo para los católicos españoles.
 
Juan Pablo II saludando a los jóvenes durante su visitaEn primer lugar, la conciencia de que un pasado espléndido no basta para asegurar el presente del cristianismo en España. Cada generación de cristianos, mejor aún, cada fiel cristiano, tiene que hacer suya la gran herencia de la Tradición y ponerla en juego en las circunstancias concretas que le toca vivir, con su carga particular de desafíos. El Papa insistió en la perenne actualidad de la fe cristiana, en su radical “modernidad”, que consiste precisamente en que la persona cambiada por el encuentro con Jesucristo puede arraigarse en cualquier época y en cualquier lugar. Los católicos españoles no podemos conformarnos con reivindicar nuestra historia, sino que tenemos que correr la aventura de vivir la fe aquí y ahora, en el desamparo de un contexto social que reniega precisamente de esa historia y que nos desafía a comunicar la vida cristiana en términos que susciten, cuando menos, expectación y sorpresa.
 
Juan Pablo II nos recordó la gran vocación misionera de nuestros antepasados, que plantaron la semilla de la fe allende los mares, y añadió que esta misión es un reto intrépido para el futuro. Ahora, la geografía de la misión se despliega ante nuestros ojos cada mañana. Cada día somos invitados a hacer presente la novedad humana del cristianismo a esa mayoría de ciudadanos para los que se ha vuelto irrelevante, y esa novedad sólo puede encontrarse en la materialidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Por eso es necesario que el testimonio cristiano pueda ser visible y palpable en todos los campos: la familia, la empresa, la escuela, el mundo de la cultura y de la comunicación… Para llegar al corazón de los hombres y mujeres de esta hora, no sirve ya apelar a nuestra gloriosa tradición cristiana, ni al Derecho Natural, ni al “sentido común”. La única respuesta es despertar de nuevo el atractivo del cristianismo, el único que puede prender la llama de la esperanza en esta cultura aterida por el nihilismo.
 
Por eso conviene perder el menor tiempo posible en recriminaciones, quejas  lastimeras y en batallas estériles. La gran cuestión para el mundo católico, en lo que se refiere a sus relaciones con el Estado y con los poderes sociales, no es otra que la libertad. Libertad para expresar la propia experiencia, libertad para construir obras que la manifiesten ante el mundo, y sobre todo, libertad para educar.
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