En el prólogo de su minuciosamente descriptivo libro Cómo la Iglesia construyó la Civilización Occidental, Thomas E. Woods afirma que "el anticatolicisno es el único prejuicio residual aún aceptable hoy día", y que para mucha gente –que en realidad lo desconoce todo sobre la Iglesia, y se fía de historias de dudosa credibilidad que les han contado– "la historia de la misma es para ellos un compendio de ignorancia, represión y estancamiento". Y que "el hecho cierto de que la civilización occidental tenga una gran deuda con la Iglesia por su papel en la creación de las Universidades, las instituciones benéficas, el Derecho Internacional, las mismas Ciencias, etc., no parece que se les haya explicado con especial rigor".
Más bien –señala– "todo el mundo sigue creyendo que el Medioevo fue un yermo cultural e intelectual, ignorando que fue la Iglesia la que creó y desarrolló en Europa el sistema de Universidades, y causaría asombro conocer qué extremo llegó a alcanzar en esos centros de enseñanza el debate intelectual, libre y sin cortapisas. La exaltación de la razón humana y sus capacidades, el compromiso con un debate racional y riguroso, y el impulso de la investigación intelectual y el intercambio académico –todo ello patrocinado por la Iglesia– proporcionaron el marco necesario" –realmente,la condición sine qua non– "para la extraordinaria revolución científica que habría de producirse más tarde en la civilización occidental. La mayoría de los historiadores de la Ciencia han concluido que la revolución científica se produjo gracias a la Iglesia". Recuerda que, incluso, muchos de los pioneros investigadores y científicos eran a la sazón sacerdotes.
Es difícil señalar una sola empresa significativa para el progreso de la civilización a lo largo de la Edad Media en la que la intervención de los monjes no fuera decisiva: rescate y transmisión de los textos de la Grecia y Roma clásicas; la invención de la minúscula carolingia, instrumento clave para la extensión de la alfabetización; desarrollo de técnicas de agricultura y regadío desde los monasterios benedictinos, transformando así amplias zonas del continente en tierras cultivables; también fueron los monjes los primeros en practicar cruces de ganado con el fin de obtener mejores especies, en lugar de fiar el proceso al azar; desarrollaron técnicas metalúrgicas, ligadas a la construcción de las catedrales; posteriormente, nombres de jesuitas están ligados a importantes descubrimientos en diversos campos científicos: física, astronomía, cartografía, meteorología, sismología, etc; indiscutible la aportación de la Iglesia al Arte (pintura, escultura, arquitectura); los orígenes del Derecho Internacional están en la Escuela de Salamanca, con el dominico Francisco de Vitoria a la cabeza; incluso la moderna teoría económica hunde sus raíces en un religioso: Nicolás de Oresme. ¿Es lógico todo esto? No sólo lógico sino necesario: la creencia en un Dios creador posibilitó saber que la vía de la experiencia –elemento esencial del método científico- es la que nos permite conocer la naturaleza de universo, y confiar en que seremos capaces de llegar a conocerlo porque –dado que procede del Logos- se trata de un universo racional, predecible e inteligible. Sólo en semejante matriz conceptual podía experimentar la ciencia el nacimiento viable que va seguido de un crecimiento sostenido.
La Universidad fue un fenómeno enteramente nuevo en la historia de Europa. Ni en Grecia ni Roma había existido nada similar. La institución que hoy conocemos, con sus facultades, programas, exámenes y títulos, procede directamente del mundo medieval. "La Iglesia desarrolló el sistema universitario porque era la única institución en Europa que mostraba un interés riguroso por la conservación y el cultivo del conocimiento", recuerda Lowrie Daly en The Medieval University.
Y al impulso intelectual de la Iglesia en el fomento de las Universidades se sumaron el estímulo y el apoyo –incluido el económico– del Papado. La concesión de una "Cédula Pontificia" para dar origen a una nueva Universidad es indicio de esta importante función papal. La Sapienza obtuvo de Bonifacio VIII la bula In Supraemae Praeminentia Dignitatis el 20 de abril de 1303, por la que se fundaba el entonces llamado Studium Urbis, la primera universidad de Roma, y el primer centro universitario abierto a todos –no sólo al clero–, libre y público.
Puede afirmarse que ninguna otra institución hizo más por difundir el conocimiento, dentro y fuera de las Universidades, que la Iglesia Católica. Y la importancia que se daba tanto a la correcta argumentación, mediante la defensa persuasiva de cada aspecto del problema, como a la búsqueda de una solución racional a los conflictos,
–origen del método de razonamiento escolástico– no coincide en absoluto con la impresión mayoritaria de la vida intelectual en la Edad Media, y sin embargo así era como operaba el proceso para la obtención de un título universitario. Y en este marco de racionalidad hay que insertar el desarrollo de la Lógica, que revela la existencia de una civilización decidida a comprender y a persuadir.
"La creación de las Universidades, el compromiso con la razón y la argumentación racional y el espíritu de investigación que caracterizaban la vida en la Edad Media fueron –afirma Woods– un regalo del Medioevo latino al mundo moderno; un regalo de la civilización en cuyo centro se hallaba la Iglesia Católica."
Galileo
La supuesta hostilidad de la Iglesia católica hacia la Ciencia es quizá uno de los mayores lastres de la cultura popular. Y a la versión unilateral y tergiversada del "caso Galileo" se debe en buena parte la generalización de la creencia según la cual la Iglesia ha impedido el avance de la investigación científica. El cardenal Newman encontró revelador que éste fuera el único ejemplo que la gente es capaz de citar.
El trabajo de Galileo fue inicialmente bien acogido y celebrado por destacados eclesiásticos. Sus descubrimientos con el telescopio le valieron una audiencia con el Papa Paulo V. Y cuando publicó su obra Carta sobre las manchas solares, en la que defendía en forma impresa por primera vez el sistema copernicano, fue felicitado entre otros por el cardenal Barberini, futuro Urbano VIII. La Iglesia no puso ninguna objeción al uso del sistema copernicano, que percibía como un elegante modelo teórico que permitía explicar mejor los fenómenos celestes. Sin disponer inicialmente de pruebas irrefutables científicamente hablando, Galileo se lanzó a considerar este modelo no como hipótesis científica de trabajo, sino como certeza.
En realidad, muchos astrónomos jesuitas habían confirmado sus descubrimientos, y esperaban el hallazgo de nuevas pruebas que les permitieran defender con rigor el modelo copernicano. Muchos clérigos influyentes creían que Galileo podía tener razón, pero necesitaban más datos. Cuando Galileo –en una pirueta científico-teológica– propuso la reinterpretación de ciertos versículos de la Biblia, los teólogos pensaron –con razón– que Galileo había usurpado su autoridad.
Langford, uno de los expertos en este tema, afirmó que "no es del todo cierto retratar a Galileo como una víctima inocente de la ignorancia y los prejuicios. Los acontecimientos que siguieron son en parte imputables al propio Galileo, que entró a debatir sin tener pruebas suficientes y se metió en el terreno de los teólogos".
Es famosa la observación que realizó el cardenal Bellarmino: "Si hubiera una prueba real de que el Sol ocupa al centro del Universo y de que el Sol no gira alrededor de la Tierra, deberíamos proceder con suma cautela a la hora de explicar determinados pasajes de las Escrituras que parecen apuntar a lo contrario y admitir que no supimos comprenderlos, antes de proclamar como falsa una opinión que haya demostrado ser verdadera. Por lo que a mí respecta, no creeré en la existencia de dichas pruebas hasta que me sean presentadas." ¿Se puede decir algo más sensato y acorde con el método científico?
Si Galileo hubiese presentado sus conclusiones como hipótesis, el gran astrónomo habría podido escribir lo que deseara. Como desoyó la prohibición en ese sentido, fue declarado hereje. La condena a Galileo, aun cuando se comprenda en su debido contexto, fue ciertamente un tropiezo que ha posibilitado establecer el mito de la hostilidad de la Iglesia hacia la investigación científica.
La Sapienza
Pero volvamos a nuestros días. Comienzo del año académico en La Sapienza de Roma. Su rector, Renato Guarini, invita a un gran intelectual de nuestra época a hacer el discurso inaugural. Como en el caso de Ratisbona, sus oponentes han rebuscado en la hemeroteca una frase que retorcer y arrojarle a la cara para negarle el derecho de admisión. En esta ocasión, un discurso pronunciado por el Cardenal Ratzinger precisamente en La Sapienza el 15 de febrero de 1990, en el que recogía una idea del filósofo de la Ciencia Paul Feyerabend, ateo para más señas: "En la época de Galileo la Iglesia era mucho más fiel a la razón que el propio Galileo. El proceso contra Galileo fue razonable y justo".
Pero no se preocuparon de leer aquel discurso completo y con atención. Si lo hubieran hecho, habrían visto que el tema de aquel discurso era la crisis de confianza de la ciencia en sí misma y ponía como ejemplo el cambio en el caso Galileo: si en el siglo XVII Galileo era emblema del supuesto oscurantismo medieval de la Iglesia, en el XIX se produce un cambio y se subraya que Galileo no había reunido pruebas convincentes del sistema heliocéntrico, citando ahí a Feyerabend y a Von Weizsäcker, que directamente une con una línea recta a Galileo con la bomba atómica. Estas citas no las usó el cardenal Ratzinger para resarcirse ni justificarse: "Sería absurdo hacer apología sobre la base de estas afirmaciones. La fe no crece a partir del resentimiento ni de la refutación de la racionalidad". Más bien las mencionó como prueba de cuánto las dudas de la modernidad sobre sí misma habían ahogado a la ciencia y a la técnica.
En la misma tesis de Feyerabend abunda el profesor Reale. En su libro Raíces culturales y espirituales de Europa afirma que "estas nuevas relaciones entre el hombre y la realidad hicieron que la Ciencia y la tecnología a ella vinculada se impusiera de forma cada vez más acentuada, y acabó presentándose dogmáticamente como 'la única forma de conocimiento verdadero'. Hasta los últimos decenios del siglo XX no comenzó una compleja operación de desdogmatización de la ciencia, una operación que todavía continúa, aunque lentamente, puesto que la communis opinio sigue fascinada por los sorprendentes resultados de la técnica, y sigue venerando a la Ciencia casi como a un ídolo."
Aclarada la excusa, queda claro que lo que les parece "peligroso" es –como muy bien ha señalado el profesor Giorgio Israel– que el Papa intente plantear un discurso entre fe y razón, restablecer una relación entre las tradiciones judeo-cristiana y helenística, rechazar que ciencia y fe queden separadas por una pared impenetrable. La oposición a la visita del Papa, pues, no se debe a un principio abstracto y tradicional de laicidad. Tiene un carácter ideológico y su objetivo específico es Benedicto XVI en cuanto que se permite hablar de ciencia y de la relación entre ciencia y fe, en vez de limitarse a hablar de fe. Lo que aquí se ha manifestado en toda su crudeza es una parte de la cultura laica que no tiene argumentos y, simplemente, demoniza.
Lo que Benedicto XVI no pudo decir
¿Y qué pensaba decir Benedicto XVI en La Sapienza? Pues el mismo Rector ha hecho pública lectura del texto en el acto académico. De este modo, gracias a los censores, ha resultado aún más potente la presencia de su autor en su forzada ausencia, y el discurso ha sido rubricado por un sonoro aplauso de todos los asistentes.
"Siempre ha formado parte de la naturaleza universitaria el vincularse exclusivamente a la autoridad de la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas, la Universidad halla su particular función precisamente también al servicio de la sociedad moderna, que necesita una institución de semejantes características."
Recuerda que Rawls "ve en la razón no pública de las doctrinas religiosas comprehensivas al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad insensibilizada por el laicismo, permanecer completamente desconocida para cuantos la sustentan." Rawls ve en esto un criterio de esa razonabilidad: en el hecho de que tales doctrinas se derivan de una tradición responsable y motivada, en cuyo seno, durante tiempos dilatados, se han desarrollado argumentaciones lo suficientemente buenas en apoyo de la correspondiente doctrina. En esta afirmación, –señala el Papa– es importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones constituyen también una señal de su razonabilidad y de su significado persistente. Y concluye: "Ante una razón ahistórica que intenta autoconstruirse únicamente en una racionalidad ahistórica, hay que valorizar la sabiduría de la Humanidad como tal –la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas– como un fenómeno que no se puede tirar impunemente a la papelera de la historia de las ideas." En definitiva, el Papa habla "como representante de una razón ética".
Y sobre la pregunta –que califica de "gigantesca"– de qué es la Universidad y cuál es su función, dice que "el origen auténtico e íntimo de la Universidad estriba en el anhelo de conocimiento propio del hombre. Éste quiere saber qué es todo aquello que le rodea. Quiere verdad. Bajo este aspecto es posible considerar la interrogación propia de Sócrates como el impulso del que nació la Universidad occidental. (...) Verdad es todo aquello relacionado con ver, con comprender. Pero la verdad nunca es meramente teórica: el conocimiento de la verdad tiene como objetivo el conocimiento del bien. Ese es también el sentido de la interrogación socrática: ¿cuál es el bien que nos hace auténticos? La verdad nos hace buenos y la bondad es verdadera. Este es el optimismo que vive en la fe cristiana, que conoce al Logos, la Razón creadora."
Pasa después a hacer un recorrido sobre la disputa a cuenta de la relación entre teoría y praxis que se dio en la teología y la universidad medieval. Deteniéndose en la de Medicina, afirma que en el contexto descrito, "se la situaba en el ámbito de la racionalidad; que el ars medendi o arte de curar estaba bajo la guía de la razón y quedaba sustraído al ámbito de la magia". En cuanto a la de Derecho, "se trataba de dar justa forma a la libertad humana, que es siempre libertad en la comunión recíproca; el Derecho es el presupuesto de la libertad y no su antagonista". Volviendo aquí al presente, cita a Habermas para señalar que "la legitimidad de una carta constitucional como presupuesto de la legalidad dimanaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos, y de la forma razonable con la que se resuelven los contrastes políticos." Y respecto a esta "forma razonable", Habermas observa que ésta no puede limitarse a ser una lucha por conseguir mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como "procedimiento argumental sensible a la verdad".
Volviendo a la "razón publica" de Rawls, habría que hacer otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿De qué manera una razón se demuestra como verdadera? En este punto recuerda que "en la estructura de la Universidad medieval había facultades de Filosofía y Teología, a las que se les encomendaba la investigación sobre el ser del hombre en su totalidad, y con ella la tarea de mantener despierta la sensibilidad a la verdad. (...) Puede decirse que éste es el sentido permanente y verdadero de ambas: ser guardianas de la sensibilidad a la verdad, no permitir que el hombre se vea apartado de la búsqueda de la verdad".
Sobre la peculiar "pareja gemelar" –como califica a Teología y Filosofía–, ensalza el mérito intelectual de Santo Tomás de Aquino de subrayar de manera nueva la responsabilidad propia de la razón, que no queda absorbida por la fe, y por poner de manifiesto la autonomía de la Filosofía, y poder hacer en ese concreto momento histórico, un diálogo novedoso con la razón de esos otros –filosofías hebreas y árabes- que también hacían apropiaciones de la filosofía griega; "el cristianismo tuvo así que luchar por su propia razonabilidad".
"Filosofía y Teología deben relacionarse entre sí 'sin confusión y sin separación'. Cada una debe conservar su identidad propia; la Filosofía debe seguir siendo una investigación de la razón en su propia libertad y responsabilidad; debe ver sus límites, y, precisamente en ellos, su grandeza y amplitud. Y la Teología por su parte debe seguir abrevándose en un tesoro de conocimiento no inventado por ella, que siempre la supera."
Pero junto al "sin confusión" debe permanecer también vigente el "sin separación": "la Filosofía no vuelve a empezar cada vez desde el punto cero del sujeto que piensa de manera aislada, sino que se mantiene en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que crítica y dócilmente al mismo tiempo sigue acogiendo y desarrollando; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones y en especial la fe cristiana han recibido y dado a la Humanidad como señal del camino".
En un acto de gran valor hace la siguiente afirmación, en este fragmento capital:
Varias cosas afirmadas por teólogos en el transcurso de la Historia o incluso llevadas a la práctica por las autoridades eclesiásticas se han demostrado falsas precisamente gracias a la Historia, y ahora nos confunden. Pero al mismo tiempo es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo crecido sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de dicha fe en su núcleo esencial, lo que hace también de ella una instancia para la razón pública. Es cierto que mucho de lo que dice la teología y la fe sólo puede llevarse a cabo en el seno de la fe, por lo que no puede presentarse como exigencia para aquellas personas para las que la fe permanece inaccesible. Pero también es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es tan sólo "doctrina religiosa comprehensiva" en el sentido que le da Rawls, sino una fuerza purificadora para la propia razón, a la que ayuda a ser más ella misma.
El peligro para el mundo occidental estriba hoy en que el hombre, precisamente debido a la grandeza de su saber y poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y ello significa al mismo tiempo que la razón, al final, claudica ante la presión de los intereses y la atracción de la utilidad, que acabaría siendo criterio último. (...) Si la razón, preocupada por su presunta pureza, hace oídos sordos al gran mensaje que le envían la fe cristiana y su sabiduría, se agosta como un árbol cuyas raíces no logran alcanzar ya las aguas que le dieron vida. Pierde la valentía de la verdad, y, al perderla, lejos de crecer, se empequeñece. Aplicado a nuestra cultura europea, ello significa que si la razón sólo aspira a autoconstruirse sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en cada momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se desprende de las raíces que le dan vida, en vez de volverse más razonable y pura se descompone y se hace añicos.
Y concluye: "La fe sólo puede ofrecerse en libertad. Es misión del Papa mantener despierta la sensibilidad a la verdad e invitar una y otra vez a la razón a salir en busca de la verdad, del bien, de Dios, y por ese camino, estimularla a vislumbrar las luces útiles surgidas a lo largo de la historia de la fe cristiana".
Quizá, al saber de los actos violentos de boicot a su visita perpetrados por esos cuantos energúmenos, Benedicto pensara, parafraseando a Galileo, Eppur sono loro i barbari. Lo que podemos esperar y desear es que el caso La Sapienza siga la estela del caso Ratisbona, que pasada la artificial polémica inicial ha servido para instaurar un fecundo y sincero diálogo entre la Iglesia y los representantes más civilizados del mundo islámico, en un proceso que sólo puede reportar beneficios, no ya para ambas partes, sino para la entera comunidad humana. El Papa en La Sapienza ha vuelto a poner, con argumentos y sin miedos, a la Filosofía actual, a la Ciencia y al mundo político ante el espejo de su realidad, invitando a una reflexión de largo alcance. ¿Sabrán recoger el guante aquí lanzado y estar a la altura del desafío intelectual y ético que ha sido puesto sobre la mesa?