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EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE

Elogio de la diplomacia española

Con ocasión de la festividad de san Pedro y san Pablo, y de la visita protocolaria a la cada vez más hogareña Nunciatura Apostólica en España, y al Nuncio, el siempre ejemplar sacerdote Manuel Monteiro de Castro, hemos sentido esta semana la nostalgia y la añoranza de una forma de relaciones entre la Santa Sede y España, entre España y la Santa Sede, a la altura de España, a la anchura de una Iglesia en España que a lo largo de la historia se ha caracteriza por la inapelable fidelidad al Romano Pontífice.

Con ocasión de la festividad de san Pedro y san Pablo, y de la visita protocolaria a la cada vez más hogareña Nunciatura Apostólica en España, y al Nuncio, el siempre ejemplar sacerdote Manuel Monteiro de Castro, hemos sentido esta semana la nostalgia y la añoranza de una forma de relaciones entre la Santa Sede y España, entre España y la  Santa Sede, a la altura de España, a la anchura de una Iglesia en España que a lo largo de la historia se ha caracteriza por la inapelable fidelidad al Romano Pontífice.
Manuel Monteiro de Castro, nuncio apostólico en España

El Papa ha sido en nuestra patria garante de catolicidad frente a las permanentes tentaciones de nacionalismo de toda especie, de galicanismos bravos y claros, de ideologías extemporáneas que han pretendido unir en contubernio lo que por naturaleza vive separado.

El clericalismo español, tanto monta de derechas como monta tanto de izquierdas, ha pretendido a lo largo de los tiempos la utilización de la Santa Sede en pos de sus beneficios. La diplomacia es su ejercicio sincopado de prudencia en el que el diálogo se convierte en el fino método de la persuasión. Quien representa a un Estado sociológicamente católico ante un peculiar Estado, que lo es como garantía de libertad de ejercicio frente a las amenazas de los poderes de la tierra, no puede por menos que entender que la caridad de la verdad, y la verdad expresada con caridad, no son armas de un combate dialéctico sino exigencias del bien común. Salvando las excepciones dignas del libro de todos los récords, España ha cuidado, allende los siglos, con esmero, los nombres y los hombres que la han representado en el centro de la cristiandad, en la reserva de los valores occidentales.

Hubo un tiempo en el que los modos y maneras del quehacer de la diplomacia pasaban inadvertidos a los grandes develadores de intenciones, los medios de comunicación. Hubo un tiempo en el que el bien de los pueblos y de las naciones, de los valores trascendentales y eternos, estaba salvaguardado por la prudencia de los representantes de los estados. Hubo un tiempo en el que los acrisolados mecanismos de denuncia garantizaban que las siempre delicadas relaciones, en medio de los inevitables conflictos de lo humano, se curtían con el silencio y el espesor del oscuro mecanismo del secreto, de la conversación reservada, del informe confidencial.

Ahora parece que ese tiempo se ha acabado. La diplomacia ejerce, existe y se manifiesta entre la luz y los taquígrafos de las obsesiones del Gobierno de turno y de los gobernantes de consuno. La discreción siempre ha sido un grado de veteranía en el ejercicio de la dignidad mensurada y mensurable de las discrepancias. Ni imaginar quisiera que lo que incomoda a un Estado ante otro Estado fuera sistemáticamente aireado en los medios de comunicación como si de moneda de cambio se tratara o de inusitada batalla en la que se quieren derribar lo objetivos del contrario matando moscas a cañonazos.

Hay dos libros recientes que reflejan, como anverso y reverso, esa fotografía de lo que han sido los embajadores de España ante la Santa Sede, cuna y cátedra de la diplomacia universal. El primero es de Gonzalo Puente Ojea, y lleva por título Mi embajada ante la Santa Sede. Es, para quienes vivimos atados la columna de la información religiosa, un curioso catálogo de raras especies de la flora y de la fauna universal. El otro, más reciente en el tiempo, también nos ofrece el suculento manjar de las memorias, en este caso del embajador Carlos Abella y Ramallo, que lo fue ante la Santa Sede no ha muchos años.

En ambos se percibe un singular esfuerzo por entender lo que es y lo que significa la representación oficial de nuestro país ante el Vaticano, más allá de oportunidades que son formas de oportunismo y de salidas en falso. Me quedo con las Memorias confesables de un Embajador en el Vaticano de don Carlos, en las que, entre otras muchas cosas, no se olvida, como escribe en sus páginas finales, que sigue con interés y con pena "las vicisitudes de las nuevas relaciones bilaterales, pero siempre con la segura confianza en esa larga peregrinación de la Iglesia que tantas violencias y tensiones ha atravesado en su milenaria historia y que sabrá con sabiduría y paciencia esperar a que amanezca de nuevo en España la conciencia de su identidad cristiana en los valores y en la acción de sus ciudadanos y Gobierno".

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