Por el momento ya sabemos que Zapatero cifra la mayor decencia de nuestro país en que la diferencia sexual ha desaparecido de la fórmula del matrimonio y en que éste sea la institución menos protegida de nuestro sistema jurídico. Deslumbradora decencia.
Lo cierto es que apenas concluido el affaire de la placa de la Madre Maravillas en el Congreso, con el sorprendente aserto de que no se puede recordar a una monja en un espacio público e institucional porque violaría el sacrosanto principio del Estado laico, se reabre ahora la cuestión de los crucifijos en las escuelas. Por supuesto que estos y algunos asuntos más se inscriben en un clima de "cristofobia" que yo le escuché denunciar por primera vez hace cinco años, precisamente en Madrid, al constitucionalista judío Joseph Weiler. Pero ya que otros no usan la razón, sino que actúan a golpe de ideología, conviene que los católicos sí lo hagamos. Esa es la mejor manera de romper los muros estúpidos que algunos se empeñan en levantar en nuestro país.
La cuestión del crucifijo en la escuela se ha planteado ya en otros países europeos y ha dado lugar a sentencias dispares de los tribunales. Precisamente en una entrevista concedida en noviembre de 2004 al vaticanista del diario La Repubblica, Marco Politi, el entonces cardenal Ratzinger abordaba el asunto explicando que pueden existir países en los que el crucifijo no expresa una herencia y una orientación moral común, porque la presencia cristiana no ha marcado su historia. Sin embargo para otros, entre los cuales se encuentra España, el crucifijo permanece como un punto de orientación que puede ser reconocido tanto por creyentes como no creyentes, como punto de referencia esencial del tejido ético-cultural compartido por la mayoría de la sociedad. A continuación el cardenal Ratzinger explicaba el significado del crucifijo: "la Cruz nos habla de un Dios que se hace hombre y muere por el hombre, que ama al hombre y lo perdona; y ésta es ya una visión de Dios que excluye el terrorismo y las guerras de religión en nombre de Dios". Toda la cultura occidental (la filosofía, la política, la ciencia y el derecho) hunde sus raíces en la concepción de Dios y del hombre que representa de manera suprema el crucifijo. Es precisamente esa concepción la que está en la raíz de la laicidad, que sólo ha podido desarrollarse en este sustrato.
En un libro recientemente aparecido, Dios salve la razón (Ediciones Encuentro), el filósofo ateo Gustavo Bueno explica por qué el Dios de los cristianos ha salvado a la razón humana de sus diversos delirios a lo largo de la historia de occidente y hasta qué punto tiene sentido decir que la seguirá salvando en un futuro inquietante. Para Bueno, que no profesa precisamente la muerte del Dios hecho hombre en la cruz, la noticia llegada de Valladolid sólo puede significar un empobrecimiento de las defensas de nuestra ya débil y acomplejada cultura. Algo así debió entender Oriana Fallaci, aquella periodista que se confesaba "atea cristiana", que pidió morir contemplando la cúpula amada del Duomo de Florencia. Quizás a partir de ahora, para muchos escolares españoles el crucifijo empiece a ser un gran desconocido, un signo opaco e incomprensible. Pero esa ignorancia no saldrá gratis, sino que vendrá acompañada de una tremenda pérdida, para ellos y para toda la sociedad.
La presencia de la cruz, como signo y brújula de la gran aventura de la cultura occidental, no viola los derechos de nadie ni provoca coacción o merma de libertad, sino que ofrece un punto de encuentro, una memoria de lo mejor de nuestra empresa común y un anclaje seguro con la historia. Por el contrario, la supresión de los crucifijos a golpe de decreto o de sentencia judicial significa el empeño de vaciar a una sociedad de su sustancia, de provocar una ruptura traumática y de excluir la dimensión religiosa de la construcción de la ciudad. Un proyecto de país más decente, en boca de Zapatero. Por supuesto la vida no es una foto fija, y en aquella misma entrevista el cardenal Ratzinger ya advertía que podría suceder en el futuro que un pueblo pierda su sustancia cristiana, de modo que el signo de la cruz dejase de tener una relevancia que avale su presencia en el espacio público.
Algunos buscan ávidamente acelerar ese proceso por todos los medios, y la respuesta cristiana no puede ser una mera dialéctica sino una presencia significativa enraizada en el tejido social, de modo que el hecho cristiano no se vea como una pieza arqueológica sino como un factor que entra en un diálogo vivo y que contribuye a plasmar el rostro de nuestra convivencia. Como siempre volvemos al testimonio, al diálogo y a la misión. Esa es nuestra responsabilidad constante como católicos, y no sólo bramar contra el laicismo agresivo.