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BENEDICTO XVI

El único programa: comunicar la fe

Ya ha transcurrido una semana desde la elección de Joseph Ratzinger como nuevo obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, y después del ciclón mediático de estos días quiero hacer mi propia confesión. Recuerdo mi primera etapa de periodista novel, cuando a finales de los ochenta me puse al frente de la edición española de la revista 30GIORNI, que era por entonces la mejor cabecera mensual de información sobre la Iglesia en el mundo. Ratzinger era un invitado habitual de aquellas páginas, y cuando desde Roma llegaban las galeradas para el siguiente número, yo buscaba ávidamente sus entrevistas, discursos, o el anticipo de alguno de sus libros.

Ya ha transcurrido una semana desde la elección de Joseph Ratzinger como nuevo obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, y después del ciclón mediático de estos días quiero hacer mi propia confesión. Recuerdo mi primera etapa de periodista novel, cuando a finales de los ochenta me puse al frente de la edición española de la revista 30GIORNI, que era por entonces la mejor cabecera mensual de información sobre la Iglesia en el mundo. Ratzinger era un invitado habitual de aquellas páginas, y cuando desde Roma llegaban las galeradas para el siguiente número, yo buscaba ávidamente sus entrevistas, discursos, o el anticipo de alguno de sus libros.
Benedicto XVI
Me apasionaba la claridad racional (diría incluso la belleza) que adquirían las verdades de siempre en sus respuestas; me admiraba su capacidad para conectar esas verdades con los problemas de la actualidad, de modo que ponía de manifiesto que el cristianismo es vida, y vida presente y actuante. A veces, lo reconozco, me producía vértigo, y llegaba a preguntarme: ¿Cómo puede ser tan osado? ¿Acaso no es el Prefecto de la Fe?
 
En una ocasión publicamos un diálogo a tres bandas en la Facultad de Teología de los valdenses (la denominación de los protestantes italianos), sobre el arduo camino para recuperar la unidad de los cristianos. Ratzinger expuso los elementos esenciales de la Iglesia indivisa del primer milenio y explicó cómo la Iglesia antigua sabía conjugar unidad y multiformidad. Era el guardián de la Fe el que allí hablaba, acogiendo la sugerencia de una “diversidad reconciliada” que proponía el teólogo protestante Oscar Cullmann. Excuso decir que los hermanos protestantes estaban encantados con su huésped.
 
También recuerdo su discernimiento agudo y lleno de matices, de las diversas corrientes de la Teología de la Liberación; su intervención no fue nunca una condena, sino una ayuda para ir hasta el fondo del problema, de acuerdo con la fe de la Iglesia. Como explicaba esta semana en la COPE Olegario González de Cardedal, Ratzinger contribuyó a salvar los mejores fermentos de esa teología, injertándolos en el gran cauce eclesial. En definitiva, nunca se limitaba a confirmar sin más una posición previa de su interlocutor, pero tampoco se limitaba a destruirla, sino que siempre te permitía abrir el ángulo de visión, dar un paso más, descubrir que el horizonte de la verdad es más grande de lo que pensabas. También me conmueve su amistad con Juan Pablo II, tan profunda a pesar de que eran muy distintos. Ratzinger no tenía ese don para las multitudes de Wojtyla, ni su biografía posee la épica de la clandestinidad y del martirio del Papa polaco. Uno era más filósofo, el otro más teólogo, pero les unía esa percepción tan agustiniana del cristianismo como belleza, que llevó a Karol a amar la poesía y el teatro, y a Joseph a ser un apasionado de la música. El caso es que muy pronto, Juan Pablo II llamó al joven arzobispo de Munich a su lado, para cumplir una tarea ingente y delicada: clarificar los caminos y expresiones de la fe, no sea, como dice el apóstol, que corramos en vano; defender la fe de los sencillos de las pretensiones de quienes se consideran sabios, pero también descubrir nuevas expresiones y presencias para un cristianismo que no se puede anquilosar, porque es vida y responde a la vida. Juan Pablo II le denominó una vez “infatigable buscador de la verdad”, y en su libro “¡Levantaos, vamos!”, da gracias a Dios por la presencia y ayuda de este “amigo de confianza”.
 
Pues bien, este es el hombre que yo aprendí a respetar y a querer durante más de veinte años; y cuando llegó el momento de este Cónclave, me parecía claro, con mi modesta capacidad de juzgar, que no había otra figura comparable en el colegio cardenalicio. Y sin embargo, en la corta lista que llevaba guardada en mi bolsillo como cada periodista de este gremio, no figuraba el nombre de Ratzinger. Me parecía que su edad, las dudas sobre su salud, y sobre todo, la previsión de un ataque de ferocidad inusitada desde algunos frentes ideológicos y mediáticos, habrían de pesar en los electores más que la evidencia que yo mismo había reconocido a lo largo de los años. Ahora sabemos, no me pregunten cómo, que el cardenal de Baviera alcanzó en torno al centenar de votos en cuatro votaciones; no hay duda de que los cardenales han actuado con libertad total, pensando exclusivamente en lo que la Iglesia necesita en esta hora.
 

En la homilía del inicio de su pontificado, Benedicto XVI no quiso trazar un programa de gobierno, sino escuchar junto a toda la Iglesia la palabra y la voluntad del Señor, para que sea Él quien conduzca la nave en medio del oleaje que nos rodea. No quiso detallar un programa, sino ofrecer un testimonio de la verdad y la belleza que es Cristo para la vida del hombre. El Sucesor de Pedro quiso escuchar también el grito que llega de tantos desiertos en los que habitamos hoy los hombres: la pobreza, la soledad, el amor quebrantado, el vacío del corazón… y nos recordó que Dios se ha puesto en camino en la carne de su Hijo, prolongada en la Iglesia, para rescatarlos y llevarlos a la verdadera vida. El domingo, mientras contemplaba conmovido al Papa Benedicto entre su pueblo, pedí perdón por mi falta de fe, y sin perder tiempo me entregué a la alegría de saber que la Iglesia está viva, que es joven, que lleva en sí misma el futuro del mundo. Y supe también que Dios le ha dado un nuevo pastor que conoce las debilidades y angustias de los hombres, pero que sobre todo vive una profunda amistad con Cristo, el único que no nos quita nada y nos lo da todo. Por eso, no tengamos miedo.

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