Afirman que ha comenzado la congelación de la lógica de los tiempos en la Iglesia y que nos encontramos a las puertas de un nuevo juramento anti-modernista; que se han acabado los signos de los tiempos y la liberación integral, ni exclusiva ni excluyente. Incluso sospechan, apuntan, sugieren que, de la noche a la mañana, nos daremos de bruces con el siguiente estado de la inevitable ley del progreso fundamentalista: la represión. Se han acabado los tiempos de libertad en la Iglesia, cacarean; se han cerrado las ventanas al diálogo ecuménico y económico y Benedicto XVI interpreta la sinfonía del radicalismo más elemental.
Y todo esto y mucho más sólo por que el Papa ha recordado algo que fue una conquista del Concilio Vaticano II y que, con insistencia, ha repetido el magisterio y la teología seria desde hace treinta años: que la continuidad de existencia entre la Iglesia que fundó Cristo y la Iglesia católica comporta una identidad sustancial en esencia.
No pocos se han rasgado las vestiduras al leer, en los titulares de la prensa, que el Vaticano considera que la Iglesia católica es la Iglesia verdadera. Han comenzado los plañidos universales como lamento por la existencia de los conceptos absolutos, de las lógicas llevadas hasta las últimas consecuencias, de las afirmaciones rotundas. La alergia a la Iglesia verdadera no lo es sólo a la Iglesia, lo es a la verdad. Tanta erisipela le produce al pensamiento progresista la Iglesia como la verdad. ¿A quién se le ocurre hoy decir y hablar con categorías cerradas, afirmar categóricamente que la Iglesia que Cristo fundó es la Iglesia católica, cuando no hay más que ver la historia de la Iglesia para darnos cuenta de que el arte de la supervivencia es un lábil ejercicio de cosmética?, se preguntan.
Ahora que parece que no sabemos ni lo que decimos, si lo decimos como lo decimos o qué consecuencias tiene lo que decimos, viene el Papa y, a su ritmo, sin presiones de ningún tipo, se lanza al ruedo y coloca a cada uno en su sitio. Para muchos, lo primero que hay que hacer con un Papa así es sospechar. Luego, dejarle en ridículo y hacer que pase, cuanto antes, a los libros de historia. Y, después, montar una estrategia pública, universal, mediática y mediatizada en la que supuestamente se desvele el giro conservador, que tanto tiene que ver con el movimiento americano y no sé qué fuerzas ocultas que gobiernan la humanidad. El verdadero giro copernicano del Papa es el giro hacia la verdad plena de la propuesta cristiana.
Y todo esto por repetir lo que ya enseñó el Concilio y que cualquier lector puede encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica. Pronto olvidan que la afirmación de la Mystici Corporis que identifica el cuerpo místico de Cristo con la Iglesia católica era una verdad que requería una expresión si cabe más educativa. En el Concilio Vaticano II se dio, sin duda, un paso adelante en la formulación de una realidad sustancial en la conciencia cristiana: el 25 de octubre de 1963, la Comisión doctrinal del Concilio alcanzó la fórmula de que la Iglesia fundada directamente por Cristo perdura en la Iglesia católica, que es una realización completa de la Iglesia de Cristo, y que en el resto de las Iglesias se dan indiscutibles "elementos de santificación y verdad". Ésta afirmación está recogida en el Vaticano II y no ha sido un invento de Benedicto XVI, ni una interpretación reductiva de lo que en el aula conciliar se dijera.
Hay quienes han sostenido, con profusión de publicaciones y de expresión mediática, que la Iglesia fundada por Cristo sobrepasa los límites de la Iglesia católica, con lo que hay que entenderla como la comunión de todas las Iglesias cristianas. También hay quienes piensan que la Iglesia que fundó Cristo es una Iglesia utópica, que no se alcanza ni se alcanzará en esta tierra, y que es más un deseo de realización, una fuerza ejemplar, que una realidad. Al final, uno sospecha que quienes dicen eso lo que piensan de verdad es que Cristo no fundó la Iglesia.
Paradójicamente, lo que está haciendo Benedicto XVI es hacer la Iglesia más moderna y actual si cabe. No quiere una Iglesia sucedánea de sucedáneos. Nos recuerda los principios que hicieron del Vaticano II un Concilio de novedad y despeja las incógnitas que les quedaban a quienes han rezumado en los últimos años un tufillo de falaces ideas repetidas hasta la saciedad. Dios guarde a Benedicto XVI muchos años, trabajador incansable de la viña del Señor y pluma certera de magisterio.