El nombramiento del arzobispo de Génova, cardenal Tarsicio Bertone, ha consumado una tríada de designaciones que si algo tienen en común es el estilo de Joseph Ratzinger. Dos de sus colaboradores más cercanos durante los años de estancia de la curia, el cardenal W. J. Levada y el cardenal Bertone, ocupan las más destacadas responsabilidades: la de la Doctrina de la Fe, la identidad de la propuesta cristiana en un mundo en donde la indeterminación y los contornos de las ideas son evanescentes; y la política real de defensa de la dignidad del hombre y los procesos que la garantizan, desde la encarnación histórica del Evangelio en la comunidad de fe. La designación del cardenal indio Ivan Dias es un nuevo sumando a esta tríada de lujo. El nombramiento del cardenal Secretario de Estado ha sido aceptado con sorpresa y, en los ambientes de la diplomacia de la Iglesia, con una no disimilada sensación de perplejidad.
Si hay una característica definitoria de Benedicto XVI es la prudencia. Es un Papa que calibra cada uno de sus actos, en el gobierno de la Iglesia, en sus justas dimensiones; no sabe, por tanto, de precios que hay que pagar ni que hay que deber. Ha sido capaz, en poco tiempo, de romper los clichés sobre su pasado como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que no es, ni supone, una hipoteca. Benedicto XVI convence con la fuerza persuasiva de sus argumentos, no con la razón de estado ni con los estados de razón. Se podría decir que el Papa suele jugar sobre seguro. La Iglesia sabe que, en su dimensión institucional, uno de los criterios de autoridad y de fiabilidad es el tiempo, el paso del tiempo. La autoridad moral del Papa hace que se puedan discutir, en el proceso de elección, los argumentos a favor y en contra de un candidato. Pero cuando el Papa ha elegido, la causa y la cosa está vista.
Uno de los rasgos característicos del perfil de los nuevos nombramientos es el de encontrarnos con hombres que se han dedicado con intensidad a la vida intelectual; que han tenido cargos de responsabilidad en instituciones académicas o eclesiales y que han vivido al compás de los cambios de clarificación doctrinal y pastoral en la Iglesia. El perfil de los elegidos hasta el presente es de personas volcadas en lo esencial del contenido de la propuesta cristiana. Quién no recuerda, por ejemplo, los trabajos del hoy cardenal Bertone en la elaboración de la carta Dominus Iesus, la síntesis doctrinal del período Ratzinger al frente de la Congregación; o la claridad con la que monseñor Levada actuó en la peliaguda cuestión de las acusaciones a algunos sacerdotes norteamericanos de pederastia; o los trabajos del cardenal Ivan Dias en el diálogo interreligioso y con la vida de Congregaciones que están viviendo una eclosión oriental, como la Compañía de Jesús.
Ya en su día, Joseph Ratzinger, hablando de quienes trabajaban en la Curia romana, señaló que "todos los santos fueron hombres de imaginación, no funcionarios del aparato; fueron personajes que parecían quizás hasta 'extravagantes', aunque profundamente obedientes, y al mismo tiempo hombres de gran originalidad y de independencia personal. Y la Iglesia –no me canso de repetirlo– tiene más necesidad de santos que de funcionarios".
Benedicto XVI sabe, y lo ha confesado alguna vez, que el Espíritu Santo es mucho más creativo que todas las burocracias de la Iglesia juntas. La lógica del tiempo hace que las instituciones fosilicen algunas formas de relación entre sus miembros y que la innovaciones pasen por el crisol de quienes tienen un amplio recorrido. Benedicto XVI posee una experiencia indiscutible sobre lo que es y significa la Curia romana. Todos y cada uno de sus nombramientos –podemos estar seguros– llevan el sello de quien sabe que la Iglesia cambia, se reforma, movida no por el interés arbitrario ni el oportunismo sino por la santidad de sus miembros, testimonio para el mundo. Ésa es su clave, y ése es su estilo, su criterio.