El pasado 29 de febrero, precisamente tras celebrar el ejercicio del Vía Crucis en la Iglesia del Espíritu Santo, monseñor Faraj Rahho era secuestrado en un acto de violencia inusitada en el que fueron asesinados su chófer y dos acompañantes. El demoníaco sello de Al Qaeda estuvo claro desde el primer instante: no se trataba sólo de la rapiña habitual que encuentra entre los cristianos a las víctimas más desguarnecidas, sino de una operación para extirpar la semilla cristiana de la tierra de Irak.
El propio monseñor Rahho había denunciado la existencia de un proyecto para la eliminación de los cristianos, que incluye desde los ataques con bombas a numerosas iglesias hasta la presión asfixiante que se practica contra ellos en la vida cotidiana, sin olvidar las extorsiones y secuestros que son el amargo pan de cada día para los cristianos de Irak, mientras el mundo guarda silencio.
Catorce días después de exorbitantes exigencias de dinero, armas y liberación de presos, el cuerpo del arzobispo caldeo de Mosul aparecía sin vida entre el llanto de su pueblo y la conmoción de buena parte de sus vecinos. A pesar de la espada que pesaba desde hace años sobre su cabeza, monseñor Rahho no dejaba nunca de recorrer sus parroquias y de visitar a sus fieles, y había puesto en marcha varias iniciativas de caridad y de diálogo con los musulmanes. Estaba enfermo del corazón y precisaba medicación diaria, pero todos recuerdan su actividad incesante marcada por la bondadosa sonrisa que asomaba tras la espesa barba blanca típica de los obispos orientales. "Han querido golpear el corazón de nuestra Iglesia en esta ciudad", afirmaba un de los fieles que participaron en la celebración del funeral, "él nos daba el coraje para seguir adelante, pero ahora no sabemos dónde encontraremos fuerza".
La desesperanza y la pesadumbre son magnitudes bien presentes estos días entre los cristianos de todo el Medio Oriente, y se comprende la duda sobre si merece la pena seguir en esa tierra que es su casa desde tiempo inmemorial, pero en la que ahora se les niega casi el derecho a respirar. Es preciso acoger la duda sobre si ha tenido sentido el sacrificio de monseñor Rahho. El Domingo de Ramos, Benedicto XVI explicaba el sentido del evangelio de San Mateo sobre la expulsión de los mercaderes del templo: casi todos centramos nuestra atención en la dureza de las palabras de Jesús y su acción de volcar las mesas de los cambistas, pero el Papa advierte que después, se acercaron los ciegos y los cojos que estaban en el templo, y Él los curó, mientras los niños exclamaban "Hosanna al hijo de David".
A la inmundicia de aquellos mercaderes (a su perversión del orden querido por Dios) Jesús contrapone su bondad que sana todas las dolencias, y esa, dice el Papa, es la verdadera purificación del templo. Y Benedicto XVI insiste en una de sus ideas centrales: "Él no viene como destructor, no viene con las espada del revolucionario, sino con el don de la curación... muestra a Dios como Aquel que ama, y así nos indica en qué consiste en verdadero culto a Dios, el curar, el servir, la bondad que sana".
Al leer esta explicación del Papa he pensado inmediatamente en la vida del arzobispo Paulos, que se desgastó en el servicio a su pueblo, que con su testimonio y sus obras contribuyó a crear oasis de paz en un país afligido por la violencia y la mentira, que cargó sobre sus espaldas el cuidado de los más pobres, los disminuidos y los abandonados. De esta forma, su vida aparentemente destrozada ha creado espacios de verdadera humanidad, ha protegido a los débiles y ha sembrado una semilla justicia y reconciliación que difícilmente podemos pesar y medir, pero que ciertamente contará para el futuro.
Aun así, nuestro escepticismo es grande, y nos preguntamos si todo esto no serán sino bellas palabras que devorará la orgía de una violencia sin fin, desatada por el islamismo radical que utiliza y veja el santo nombre de Dios para justificar su proyecto de dominio sobre todo el Medio Oriente, y más allá. La encíclica Spe Salvi viene en nuestra ayuda cuando afirma que la esperanza en el Dios que nos ha amado hasta el extremo, que ha aceptado sufrir en la cruz, y cuyo poder sigue presente en el mundo, "nos da valor para ponernos de parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro".
La historia de Paulos Faraj Rahho no es la de una vana ilusión frustrada definitivamente por los poderes oscuros de la historia, sino la de esta esperanza firme que sabe de quién se ha fiado y que ha experimentado ya su victoria. Toda una encarnación de cuanto vamos a celebrar en estos días.