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EL ERROR DE CAÍN

El enemigo y la estrategia

Me cuentan de una afamada periodista, a quien estos oídos que se ha de comer la tierra han escuchado hablar con más que inquina sobre la Iglesia, que ha comenzado a asistir todos los días a la Santa Misa en una parroquia del centro de Madrid. Lo creo porque me lo cuenta alguien que la ve allí cada mañana. En cuanto al nombre de la periodista, no lo diré, pero podría hacerlo porque ella misma se ha referido, como de pasada, a la Misa a la que asiste, y lo ha hecho en el programa televisivo al que acude varias veces por semana. Curioso: periodistas hay -pocos, pero hay- de misa diaria a quienes jamás he escuchado semejante confesión, ni de pasada ni de venida.

Me cuentan de una afamada periodista, a quien estos oídos que se ha de comer la tierra han escuchado hablar con más que inquina sobre la Iglesia, que ha comenzado a asistir todos los días a la Santa Misa en una parroquia del centro de Madrid. Lo creo porque me lo cuenta alguien que la ve allí cada mañana. En cuanto al nombre de la periodista, no lo diré, pero podría hacerlo porque ella misma se ha referido, como de pasada, a la Misa a la que asiste, y lo ha hecho en el programa televisivo al que acude varias veces por semana. Curioso: periodistas hay -pocos, pero hay- de misa diaria a quienes jamás he escuchado semejante confesión, ni de pasada ni de venida.
La conversión de San Pablo, de Caravaggio
Pero vamos a lo nuestro: la noticia me alegra. Me alegra mucho porque no se le pueden poner puertas al campo, y menos a este Campo en el que entró San Pablo de sopetón, derribado del caballo que le conducía en su trabajo de apresar cristianos. Me alegra porque he visto muchas conversiones, y sé lo que sucede cuando alguien que está lejos llega a casa y se embriaga de luz. Pero, junto a esto, la noticia también me entristece. Me entristece porque, según me cuenta mi amigo, cada vez que esta persona entra en la iglesia es increpada por la feligresía. Una lástima. Sé que a San Pablo le sucedió lo mismo en un primer momento, sí, pero eso no me consuela. Tampoco la desconfianza hacia el nuevo Saulo fue precisamente virtud.
 
Y pienso, ya metido en cavilaciones, que si una persona que ha atacado ferozmente a la Iglesia siente en su conciencia la llamada de Dios y se decide a entrar en un templo, esa persona merece, para empezar, un inmenso respeto. Y sigo pensando, y me da por imaginar el efecto que causaría, en una persona así, el ser recibida con cariño, con una sonrisa, y con un "bienvenida a casa". Sería una preciosa manera de colaborar con la obra de Dios y acabar de tumbar a ese Pablo a golpe de asombro.
 
Tengo la impresión de que, en los últimos años, estamos corriendo dos riesgos gravísimos: el de equivocarnos de enemigo y el de equivocarnos de estrategia. Ninguno de los dos es nuevo, y deberían habernos cogido sobre aviso.
 
En cuanto al primero, le sucedió a Caín. Pensó que su hermano era su enemigo, cuando su verdadero enemigo era el pecado que habitaba en él. La emprendió contra su hermano, y se llevó al enemigo dentro de sí para el resto de su vida. Le sucedió también, en parábola, al hermano mayor del hijo pródigo: tomó a su padre y a su hermano como enemigos, cuando el único enemigo que tenía era el rencor que habitaba en su pecho. Este personaje, en nuestros días, no me deja dormir. Me da miedo. Escucho a católicos hablar con resentimiento de políticos, periodistas, cineastas y veo entonces alargarse la sombra del hermano mayor. "Estoy pidiendo" -decía hace treinta años una monja de clausura a una mujer devota- "por la conversión de Santiago Carrillo". Y la mujer devota dio un respingo y gritó: "¡Cómo! ¡Quiere usted que tengamos que aguantar a ése también en el Cielo!"
 
Tengo dudas de que, en términos generales, los católicos amemos de verdad al Presidente del Gobierno, a los ministros y ministras, a los periodistas que nos escupen cada día. Me refiero a amarlos como hubiera querido el padre del hijo pródigo que su hijo mayor amase al menor: como él mismo lo amaba.; deseando, más que ninguna otra cosa, su conversión, y pidiendo por ella cada día. Jamás se oiría a ese padre hablar de su hijo menor con rabia; con pena sí, pero la pena es eso, pena, y no mala leche. No he encontrado en los Hechos de los Apóstoles una sola palabra contra Nerón. Y, sin embargo, a nosotros nos da por hablar de "persecución", usando el término en circunstancias que harían sonrojar a San Vicente o al obispo de Barbastro que fue castrado en la Guerra Civil. Quizá eso llegue, no lo sé -tampoco sé si estamos preparados para ello-; pero, entretanto llega, habrá que recordar, con San Pablo, que "todavía no hemos llegado a la sangre", y que enemigo es sólo el Enemigo, el Diablo, y los hombres, aunque se consideren a sí mismos enemigos nuestros, son siempre nuestros hermanos. Creo que vivimos tiempos que hacen urgente leer, cada día, el sermón de la Montaña antes de abrir el periódico.
 
Y, en segundo lugar, la estrategia. Temo que hayamos pasado a la defensiva. No es que no haya derecho a defenderse, no. Por descontado que lo hay. Pero como nos descuidemos, en lugar de a las trincheras volveremos a las catacumbas y cerraremos la puerta que el Espíritu Santo abrió el día de Pentecostés. Nosotros en el Cenáculo, defendiéndonos, y el mundo entero tirándonos piedras. ¡Eso sí que sería un terrible paso atrás! Defendernos significa agruparnos, retraernos, hacernos "una piña" porque la unión hace la fuerza, y desde ahí reivindicar lo nuestro. ¡Pero si es que "lo nuestro" nunca ha sido defendernos! ¡Es que Jesús, en su Pasión, calló! Calló, abrió los brazos en la Cruz y conquistó el mundo. ¿Acaso hemos olvidado la Cruz? Defendernos, en cristiano, es una mezquindad, porque nuestra pretensión no es defender nada sino conquistar el mundo para Cristo. Y, si es a cambio de nuestro despojo, bendito sea Dios. ¿Es que no hemos leído, cientos de veces, la décima estación del Via Crucis? ¡Que se lo lleven todo! No queremos lo nuestro, queremos sus almas.
 
Sé que es más fácil escupir una filípica contra un ministro que hablar serena y alegremente de Cristo al compañero de trabajo. Pero también sé que estamos llamados a ser sal de la Tierra, y no un mejunje amargo que aumente el amargor de lo ya rancio. Y sé que lo nuestro no es agruparnos sino expandirnos o, mejor, agruparnos para expandirnos, en el divino movimiento de sístole y diástole de una Iglesia que debe ser el corazón del mundo.
 
Creo, en definitiva, que es hora de dejar aparte los malos humores y decidirnos, de una vez por todas, a ser santos sin miedo. Sí. Creo que son buenos tiempos.
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