Las palabras del Papa no eran una simple reflexión piadosa, ni tampoco un homenaje obligado a la Virgen Inmaculada: constituyen un verdadero antídoto contra esas manipulaciones, que allí donde han dominado, han bloqueado durante años las energías renovadoras del Concilio. La orientación mariana nos habla de la dimensión esencial y profundamente religiosa del Concilio, nos habla de una Iglesia atenta a vivir de la Palabra de Dios y de los dones del Espíritu Santo, y no volcada en una continua reinvención de su propio ser. Es la Iglesia que se reconoce como “misterio” en el capítulo primero de la Lumen Gentium, un misterio que requiere de imágenes complementarias para ser abordado, pero nunca agotado. El Concilio buscaba una formulación más límpida y comprensible de las verdades de la fe, que permitiera relanzar el diálogo de la evangelización en un nuevo contexto histórico; quería fortalecer el sentido de pertenencia de todos los bautizados a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y pueblo de Dios; pretendía recuperar la visibilidad de la fe en medio de los avatares del mundo, especialmente a través de la presencia de los laicos católicos en todos los ambientes. Son sólo unos apuntes para decir que el gran horizonte era colocar a la Iglesia en las mejores condiciones para ser fiel a su misión de siempre, y que jamás se concibió como un punto de ruptura o un movimiento revolucionario.
Es cierto que el desarrollo del Concilio coincidió con la germinación de una gran crisis moral y cultural en Occidente, que desembocaría en el Mayo del 68: la comunicación y recepción de los textos conciliares se vio irremediablemente condicionada por este clima, que conquistó con sus proclamas a no pocos ámbitos católicos. Y así se encadenaron algunas paradojas: por ejemplo que la aplicación de un Concilio que buscaba volver a las fuentes de la Tradición, desembocara en muchos lugares en un frenesí de ruptura verdaderamente suicida; o que un Concilio fundamentalmente cristocéntrico se tradujese para algunos en un mandato de secularizar la Iglesia, a través de una lectura marxista del concepto de pueblo de Dios que era radicalmente ajena a los textos conciliares; o que en lugar de una nueva presencia en los ambientes, asistiéramos a la desaparición del sujeto católico en la vida pública.
Como describe Henri de Lubac en su Diálogo sobre el Vaticano II (BAC, 1985) se produjo una fermentación externa y paralela a los trabajos del Concilio, cuyas consecuencias podían intuirse en el aire de fronda que se vivía ya, antes de finalizar la Asamblea, en algunas instituciones católicas centroeuropeas. Las ideologías en boga (especialmente el marxismo y los existencialismos de diverso cuño) se convirtieron para muchos en las herramientas de interpretación (de tergiversación, habría que decir más bien) de unos textos cuya riqueza y potencial quedaron en muchos casos anulados. Ciertamente hubo un “Concilio traicionado”, como titulaba el pasado sábado un editorial del diario El País, pero quienes perpetraron la operación son los mismos que todavía hoy, cuarenta años después, acusan a la jerarquía católica de haberlo saboteado.
En este 40 aniversario, es de justicia rendir homenaje a los papas que contra viento y marea han salvaguardado la verdad del Concilio, permitiendo así que la Iglesia de estos años haya gozado ya de notorios frutos de renovación. Para cumplir esta misión, Pablo VI hubo de experimentar las críticas más injustas y la soledad más amarga, pero su sacrificio no fue en vano. Después Juan Pablo II pudo retomar el rumbo constructivo trazado por el Concilio, con el empuje de su fuerte personalidad y una mayor serenidad interna, trabajosamente recobrada. Ha sido precisamente durante el largo pontificado del Papa Wojtyla, cuando hemos podido contemplar el inicio de las realizaciones que los documentos del Vaticano II permitían esperar: una recuperación de la conciencia de pueblo cristiano, visible en los movimientos y nuevas comunidades; una nueva relevancia de la palabra de la Iglesia en el escenario internacional; una sorprendente capacidad de hablar a las jóvenes generaciones nacidas tras el vendaval del 68; la propuesta de la cultura de la vida, y la concertación de las grandes religiones por la paz. Son sólo algunos frutos concretos que hunden sus raíces en el gran tesoro del Concilio, pero cabe esperar muchos más, pues como ha dicho Benedicto XVI, con el pasar de los años los documentos conciliares no han perdido actualidad, sino que “sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas situaciones de la Iglesia y de la sociedad globalizada”.Hace veinte años, en su comentado Informe sobre la Fe (BAC 1985), Joseph Ratzinger advertía que sólo la lectura sencilla y atenta de la letra de los documentos del Concilio nos permitiría descubrir de nuevo su verdadero espíritu, y recordaba a los fieles católicos que “el Concilio es suyo, no de los que se empeñan en seguir un camino que conduce a resultados catastróficos”. Y es cierto que si dejamos a un lado la aburrida salmodia de quienes lo diseccionaron, lo vaciaron y lo desfiguraron, si los hacemos nuestro tal como es, habremos de ver frutos mayores.