Si bien es cierto que Toledo es una sede tradicionalmente cardenalicia –no en vano es la sede Primada de España–, no lo es menos que en esta primera hornada del Papa han sido tan concienzudamente mirados los nombramientos que bien pudiera decirse que Benedicto XVI se ha fijado especialmente en España, y ha manifestado una especial predilección por un impulso evangelizador en estos momentos nada fáciles para la concepción cristiana de la existencia.
Monseñor Antonio Cañizares ha dirigido, en no pocas ocasiones, las operaciones de la infantería ligera de la Iglesia en España. Su elección como vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española, y su trayectoria previa al frente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, le han proporcionado un protagonismo, en privado y en público, dentro de las relaciones con los gobiernos recientes de la democracia, nada desdeñable. No debemos olvidar que fue el hoy arzobispo de Toledo la persona que convenció al gobierno del PP para que en el proyecto de su ley educativa la asignatura de religión tuviera el rango académico que le corresponde. Fue este hombre de Iglesia, sencillo, humilde, quien recibió los primeros desplantes del gobierno socialista después de que entregara a la ministra un detallado informe sobre cuál era la primera posición de la Iglesia en España respecto a la anunciada LOE.
Monseñor Cañizares es un hombre de fe y de cultura. Su ministerio se sintetiza en una frase que otro cardenal, Ángel Herrera Oria, enseñaba a sus hombres: servir siempre a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida. La evolución de su pensamiento, y la coherencia de sus ideas, han sido siempre una referencia segura en el juicio moral de las grandes cuestiones que interpelan la conciencia del presente. Monseñor Cañizares tiene la virtud de llamar a las cosas por su nombre. Alejada su retórica de falsos eufemismos, le gusta presentar la vida cristiana en su más nítida verdad.
Corrían tiempos de cambio, allá por los primeros ochenta, y el entonces joven sacerdote se arriesgó a hincar el diente de la reforma en uno de los centros teológicos más reputados de la Iglesia: la hoy Facultad de Teología San Dámaso de Madrid. Por aquellos días contaba con los parabienes del cardenal Ángel Suquía, arzobispo de la citada sede. Poco se hubiera podido hacer en la vuelta de tuerca de la teología en España si no es por su callada labor. Nombrado obispo, tuvo la genial idea de concertar las voces y los dineros, en la histórica ciudad de Ávila, para crear una Universidad Católica entre los muros de la historia. Pero el tiempo de las necesidades, también en la Iglesia, corre más veloz que el de los proyectos, y el Papa consideró que don Antonio debía coger las maletas y salir corriendo para Granada, en donde le esperaba otra Facultad de Teología, la de los jesuitas.
No fue sólo a Granada, el Papa le nombró administrador apostólico de Murcia. Y allí, sumó su voluntad a las esperanzas de un empresario católico, José Luis Mendoza, miembro de las Comunidades Neocatecumenales, y a su empeño de fundar la flamante Universidad Católica de Murcia. Y de Granada, a la sede primada, Toledo, como administrador de la herencia de dos cardenales, don Marcelo González, tabla de salvación de no pocas realidades del catolicismo español contemporáneo, y monseñor Francisco Álvarez. Ya se sabe que, en la Iglesia, la historia pesa lo que vale.
Monseñor Cañizares no es sólo el cardenal arzobispo de Toledo, sede primada de España. Es el cardenal de España. No pocas veces, preguntado por los procesos de nueva articulación de la denominada "cuestión territorial", ha respondido que "si las cosas empeoran, tal vez habría que prolongar la reflexión del documento contra el terrorismo para fijarse en el tema de la unidad de España. En este punto, la Iglesia tiene que tener un papel claro y libre". Se refería, sin duda, al documento "Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias", de noviembre de 2002, el giro copernicano más radical de la Iglesia en mucho tiempo en esa materia, que él bien conoce.
Monseñor Antonio Cañizares representa, si cabe, a una nueva generación de obispos, quizá una nueva generación de Iglesia. Cuando habla, por más que algunos entomólogos de sí mismos se dediquen a contar cuántas veces ha citado el nombre de España o quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos en épocas pretéritas, sabe lo que dice y de parte de quienes lo dice.