
A continuación, Benedicto XVI ha explicado que la Iglesia entiende como parte de su tarea contribuir a despertar en la sociedad las fuerzas morales y espirituales que contribuyan al bien común, partiendo de su propia experiencia y sabiduría. Por eso sus intervenciones públicas sobre cuestiones que afectan a la dignidad de la persona y al significado de su vida personal y social, no deben ser entendidas como una intromisión sino como una realización concreta de la deseable colaboración entre Iglesia y Estado. Las palabras del Papa se producían apenas veinticuatro horas después de la publicación de la Instrucción Dignitas personae, que afronta diversas cuestiones bioéticas como la producción y manipulación de embriones, la clonación, las terapias génicas, el uso de células madre o la hibridación. El problema no es que dicho documento provoque un intenso y saludable debate en una sociedad como la nuestra, el problema es el a priori que descalifica a la Iglesia para entrar en el debate público, o que banaliza una altísima reflexión antropológica y ética hasta convertirla en una caricatura grotesca.
Un texto como la Dignitas personae es todo menos una nostalgia eclesiástica del poder. Al contrario, expresa el atrevimiento ingenuo que siempre caracteriza la genuina experiencia cristiana. La Iglesia sabe que al comparecer en la plaza pública con este mensaje, que por otra parten constituye un ejercicio exhaustivo de racionalidad y de amor al hombre, se coloca hoy en el banquillo de los acusados de impiedad, oscurantismo y abstracción. Sabe perfectamente que apenas cosechará reconocimientos y que por el contrario, sufrirá el coste de una imagen maltratada a lo largo y a lo ancho de la galaxia mediática. Pero también en esto consiste la verdadera laicidad: en que existan sujetos sociales, comunidades vivas, capaces de narrar públicamente su propio conocimiento de la vida y de asumir el toma y daca de un debate que puede acarrear pérdidas en un balance puramente meramente político o de gestión de imagen.
El pluralismo y la libertad no se identifican con una zarabanda de opiniones blandas ni con una colección de mensajes de peso intercambiable, y menos aún con el pensamiento único dictado desde los nuevos centros de poder. El espacio de la laicidad sólo puede ser el de un diálogo vivo sobre las propias razones para vivir y no el de la imposición de lo políticamente correcto, porque en ese caso se alumbrará una forma de nuevo despotismo. Como ha dicho Benedicto XVI, la Iglesia siente como parte de su misión dar razón de su esperanza ante los hombres, contribuyendo así a ensanchar la razón y a despertar las mejores fuerzas espirituales y morales de la humanidad. La Iglesia ni puede ni quiere legislar, tampoco en el campo de las ciencias biomédicas, pero debe recordar, aunque duela, que el valor ético de la ciencia se mide siempre por el respeto incondicionado que merece todo ser humano, en cualquier momento de su existencia.
Una sociedad sana y consciente de los desafíos del futuro sólo puede agradecer la valentía y el rigor de un documento como éste, y lo mismo cabe decir de unas Estado democrático. Porque aunque Zapatero siga planteando su ecuación de "democracia igual a laicismo" (o sea, exclusión de la dimensión religiosa y de sus encarnaciones históricas), la democracia sólo estará viva en la medida en que albergue un verdadero diálogo sobre el significado de la vida, sobre las razones de su esperanza y sobre el modo más justo de ordenarla. Y en ese diálogo la Iglesia católica tiene un protagonismo que sólo mentes raquíticas o enfermizas pueden discutir.