Se preguntaba nuestro teólogo si acaso no habremos vivido, en los años siguientes al Concilio, experiencias que, aunque a diferente nivel, no son del todo dispares de las que subyacen bajo la transformación de don Quijote. “Hemos roto –escribía- con lo anterior, llenos de osadía y de autoconciencia. Nos hemos entregado también a más de un acto de fe sobre libros escolásticos que nos parecían locas novelas de caballería, que no hacían sino llevarnos a regiones de fantasía y nos embelesaban con peligros gigantes, cuando en realidad teníamos que enfrentarnos con las filantrópicas acciones de la técnica y sus aspas de molinos de viento”.
Sostenía nuestro teólogo, alemán para más señas, que con el Concilio no pocos habían cerrado una puerta al pasado y declarado disuelto y desaparecido lo que había tras de ella. Y, sin embargo, la sonrisa de los alumnos que quieren ser y parecer más que el maestro se nos ha ido de los labios. Nos hemos dado cuenta que hemos podido estar a punto de perder algo que, de ser cierto, haría que se perdiera nuestra alma.
El teólogo que invitó a don Quijote al Concilio Vaticano II se llama Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. No son pocos los que piensan que muy pronto se ha dilapidado la herencia del Concilio. No son pocos los que confunden el Concilio real con un Concilio imaginario a la medida de sus intereses y de sus proyecciones sobre lo que el Concilio supuso y supone para la vida de la Iglesia y para la relación con el mundo. No son pocos los que marcan una línea entre la letra y el espíritu del Concilio para así aprovechar mejor las frases sacadas de contexto y legitimar, en la acción de cada día, en nombre del Concilio, lo que no se puede legitimar.
Uno de los problemas en la recepción del Concilio ha sido todo lo que se ha hecho en nombre del Concilio sin que, de verdad, lo presentara o representara. En no pocas ocasiones, ante, por ejemplo, diez formas distintas de comprender, explicar, incluso celebrar los sacramentos, la misa si acaso –todas ellas en nombre del Concilio o de su espíritu-, nos hemos preguntado cuál tendría el sello auténtico de denominación de origen. Para nuestra tranquilidad, hemos encontrado la respuesta en los intérpretes autorizados.
No son pocos los que pensamos que el Concilio no se administra como si fuera una sola conquista de los tiempos, en los tiempos, de una generación de Iglesia. El Concilio Vaticano II se acepta, como la Revelación, y se pone en práctica siguiendo la pauta de quienes son sus centinelas. En la Iglesia hemos tenido dos, de primera magnitud. Los dos asistieron al Concilio y dejaron su huella en los documentos: Juan Pablo II y Benedicto XVI. Lo que sí podemos asegurar es que ninguno de ellos ha dilapidado el Concilio, ni ha malgastado esa herencia. Los dos nos han enseñado, y nos siguen enseñando, lo que fue el Concilio y lo que puede ser para la vida de los cristianos. Los dos nos han ayudado a entender qué es la Iglesia y qué es ser cristiano. Juan Pablo II pensó que el Concilio Vaticano II era la “Hoja de ruta” de la Iglesia para el siglo XXI. En su testamento escribió: “Estoy convencido de que las nuevas generaciones podrán servirse todavía durante mucho tiempo de las riquezas proporcionadas por este Concilio del siglo XX”.
Conviene que nos acerquemos, ahora que se cumplen cuarenta años, al Concilio con tres ideas básicas: hay que interpretar el Concilio de forma íntegra, en continuidad con la Tradición de la Iglesia, respetando la conexión de todos los documentos entre sí. Debemos superar las contraposiciones entre la índole pastoral y el contenido doctrinal del Concilio, entre el “espíritu” y la “letra” de sus documentos. Y, por último, no olvidamos que el Concilio fue una invitación a descubrir en Cristo el centro del anuncio de la Iglesia. En resumen, convendría hablar menos de las estructuras eclesiásticas y más de Dios y de Cristo. Esto es lo que nos enseñó el Concilio.