Para recuperar el tren de la historia (frase tan querida para Felipe González) era preciso, entre otras cosas, combatir a la Iglesia Católica, empujarla fuera del ámbito público, recortar su influencia en todos los campos.
Ha pasado un cuarto de siglo, y aquella fijación anticatólica permanece inalterable en el disco duro de este medio de comunicación, como si perteneciese a su código genético y fuese imposible de extirpar, ni siquiera de atemperar o matizar. Conviene recordar, a modo de ejemplo, el tratamiento miserable que dispensó en sus páginas al pontificado de Juan Pablo II y su mezquino desmarque del gran homenaje universal tributado al Papa polaco por la prensa de todo el mundo, de todos los signos y colores. Pero en las últimas semanas se advierte un incremento de la temperatura anticatólica, quizás como forma de animar las plomizas páginas de un diario que pretendió ser icono de la seriedad, el pluralismo y el rigor informativo.
Lo hemos visto primero en el tratamiento de la polémica suscitada en el mundo islámico por la lección de Benedicto XVI en Ratisbona, asunto en el que, traicionando sus supuestas esencias ilustradas, El País ha preferido arrimarse al calor de los islamistas antes que defender los derechos de la razón y de la libertad que encarnaba el Papa en el debate. Tan preocupado por los equilibrios internacionales y por la convivencia entre las culturas, este medio habitualmente ciego y sordo al vapuleo cotidiano de los derechos humanos en buena parte de los territorios de mayoría islámica, se mesaba las barbas ante la imprudencia del Papa por señalar que la fe y la razón deben caminar juntas y que la violencia no debe encontrar jamás cobertura religiosa. En lugar de felicitarse por el puente que ha lanzado el Papa al pensamiento laico, han preferido despreciarle y ofrecer su tribuna a un egregio defensor de las libertades de Occidente como Tariq Ramadan. Toda una parábola de la ceguera histórica a la que han conducido a este periódico sus propios demonios familiares.
La semana pasada hemos tenido otro ejemplo brillante del sectarismo laicista del diario de Polanco, con el toque de arrebato lanzado contra el nuevo sistema de financiación acordado por el Gobierno y la Conferencia Episcopal. Vaya por delante que El País ha hecho cuanto estaba en su mano para frustrar el acuerdo, desde los mónitum lanzados al Ejecutivo en sus editoriales hasta reportajes sobre "los dineros de la Iglesia" que merecerían encuadrarse en la categoría de libelos de ínfima calidad, en los que apenas puede encontrarse una brizna de verdad. Y esto es lo que hemos podido observar todos los lectores, pero con seguridad se han movido otros hilos en la trastienda, todo para impedir un acuerdo razonable y transparente, que libera de ambigüedades y precariedades al sistema de Asignación Tributaria, y que refleja una sana laicidad del Estado.
Una vez presentado y valorado el acuerdo por ambas partes, El País ha preferido entregarse a una rabieta antes que abrir un debate en profundidad sobre lo que significa realmente un Estado laico, que valora la aportación de las confesiones religiosas al bien común. Es muy posible que El País considere estúpidos a sus lectores, pero ni en ese supuesto se puede llegar tan lejos: suma los fondos que reciben los colegios concertados, la financiación pública de programas de las ONG católicas, la retribución de los capellanes de prisiones, la rentabilidad de las fundaciones eclesiásticas y el monto de la asignación tributaria, y le sale la foto de una Iglesia multimillonaria y especuladora. Esto no es sumar peras con manzanas, es una simple y grotesca manipulación, producto de una aversión que parece ya enfermiza.
Pero aún nos queda el estrambote final. Es posible que a este diario con pretensiones de rigor e ilustración, se le haya estropeado definitivamente el termostato anticatólico, y así se entienden las páginas dedicadas a demostrar (porque hay que tocar todos los palos) que la Iglesia es enemiga del progreso y de la ciencia, y que su oposición a la clonación responde sólo a oscuros atavismos que se verán desbordados por la corriente de la historia.
Fiel a las pulsiones de aquel Cebrián de los ochenta, el diario paladín de la progresía se ha mostrado de nuevo más próximo a los revolucionarios tipo Robespierre que a los que iniciaron la gran aventura americana. Con este laicismo revenido será muy difícil entablar el diálogo crítico al que invitaba Benedicto XVI en Ratisbona pero, en fin, torres más altas han caído.