El 31 de julio, fiesta de San Ignacio de Loyola, se desvelaba el nombre de su sucesor. El elegido para esta difícil misión era Francisco Pérez, actual arzobispo castrense. Un burgalés de 60 años con larga experiencia en la formación de sacerdotes, formado a su vez en la espiritualidad de los Focolares. Un pastor que ya ha probado su capacidad de cercanía al pueblo, su firmeza, unida a una especial sensibilidad para afrontar situaciones difíciles, y su raza misionera. Son dotes que tendrá que poner en juego a fondo en la querida tierra navarra, donde la gran tradición cristiana ya no puede considerarse una posesión tranquila e invulnerable.
El 5 de agosto llegaba la noticia del fallecimiento del cardenal Jean Marie Lustiger, arzobispo emérito de París, una de las figuras más sobresalientes del pontificado de Juan Pablo II. Con Lustiger la Iglesia recuperó en Francia el primer plano de la escena pública, pero sobre todo una capacidad de diálogo crítico con el mundo laico que parecía desconocida.
De familia judía y converso al catolicismo en la adolescencia, fue testigo directo de la efervescencia ideológica del 68 como capellán universitario. Entonces intuyó las dimensiones de la crisis europea, y cómo la fe cristiana había de librar una dura batalla a favor de la razón y la libertad, secuestradas y a la postre envilecidas por una cierta modernidad, la misma que condenaba el cristianismo al gueto cultural. Francia entera, con el presidente Sarkozy a la cabeza, lloró la pérdida de este gran profeta, a quien el papa Wojtyla colocó en Notre Dame para asombro y confusión de muchos.
Las vacaciones de Benedicto XVI nos han dejado trazos de su sorprendente sagacidad pastoral. Bellísimo ha sido su coloquio con los sacerdotes de Belluno y Treviso, publicado íntegramente por la Sala de Prensa de la Santa Sede: es impresionante, por ejemplo, su respuesta sobre las dificultades del post-concilio y sobre la misión de la Iglesia en el contexto de la revolución cultural de mayo del 68 y el posterior reflujo del nihilismo, tras la caída del Telón de Acero. Impresionante por la precisión, el realismo y, sobre todo, el reclamo a lo esencial de la fe y de la historia cristiana.
"La estadística no es nuestra divinidad", advertía el Papa, señalando que las heridas del crucificado y la alegría del resucitado conviven en el humilde y misterioso camino de la Iglesia. Una advertencia que había de retomar en la homilía de la Asunción, una corrección preciosa tanto para los que sucumben al desánimo como para quienes se entregan al triunfalismo.
Por cierto, que los últimos días de agosto nos han permitido, por fin, contemplar un espectáculo poco habitual en los anaqueles de las librerías y otras grandes superficies de venta: el Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger, rodeado, eso sí, por la inacabable producción de fantasías porno-místicas que pueblan dichos espacios con la triste intención de demoler la sustancia vital y la traza histórica del cristianismo. A través de esta obra colosal, los lectores españoles podrán aproximarse, con seriedad, pasión e interés, al único Jesús que puede hablar al corazón del hombre del siglo XXI, lejos de documentales ridículos sobre tumbas de ocasión o del nuevo CSI romano que se nos vende como fruta de temporada, podrida ya desde la rama.
Mientras, la ciudad italiana de Rímini concitaba a 700.000 personas en una nueva edición del Meeting organizado por diversas asociaciones vinculadas al movimiento Comunión y Liberación. La apertura de la razón que postulaba el Papa en su histórico discurso de Ratisbona ha encontrado a orillas del Adriático un laboratorio formidable, en el que han participado cordialmente científicos, empresarios y políticos y que ha servido para desarrollar un diálogo a fondo de la fe cristiana con el judaísmo y el islam.
Habría mucho que contar de este verano eclesial, pero el tiempo apremia y el espacio se agota. Que no falte al menos una palabra sobre Madre Teresa de Calcuta, de cuya muerte se cumplen ahora diez años. A su vida le cuadra especialmente la afirmación del teólogo Balthasar: "Sólo el amor es digno de fe". Ella, que se consideró "un lápiz en las manos de Dios", encarnó a las mil maravillas la transformación que opera en el hombre el encuentro con Cristo, convirtiéndolo en don de sí mismo a los otros.