¿Prohibirá el juez de Valladolid las procesiones de Semana Santa? Mientras el secretario general de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Juan Antonio Martínez Camino, defendía la presencia de los símbolos religiosos en la sociedad (como expresión de una esperanza arraigada en lo profundo del hombre, como manifestación de "una renovación de la vida pública" y del espacio público y como dique de contención del totalitarismo que todo lo ambiciona), se hacía pública la noticia de esa ya discutida y discutible sentencia que ha conmocionado al orbe. Ha conmocionado a Occidente. No hay más que leer las páginas de la prensa europea, especialmente las muy recomendables de la italiana, para darnos cuenta de lo que supone una sentencia de esa naturaleza.
La finura de los italianos resolvió hace ya tiempo esta cuestión. En la región del Abruzzo, un tribunal regional admitió el recurso del Ministerio de Educación italiano y suspendió la resolución de un magistrado que ordenó la retirada de las cruces de la escuela infantil de Ofena. La sentencia número 556/2006 señala que el crucifijo es un signo que no discrimina sino que une; no ofende, sino que educa. "Es una síntesis, inmediatamente perceptible y aceptable, de los valores civilmente relevantes, valores sobre los que se sostiene e inspira nuestro orden constitucional, fundamento de nuestra convivencia civil (...) Valores que han impregnado nuestras tradiciones, el modo de vida, la cultura del pueblo italiano".
El problema de la sentencia del crucifijo de la escuela Macías Picavea no es una cuestión religiosa, sino de razón. La argumentación legislativa ha atentado contra la razón, contra una razón especulativa e histórica que educa en el camino de la verdad, que nos ofrece el sentido de lo que la cruz de Cristo representa para la persona. En los países de la Unión Europea –Italia o la Baviera alemana por ejemplo– se ha regulado está cuestión de tal forma que se permite la existencia de los crucifijos en los lugares públicos. El crucifijo tiene dos sentidos incuestionables: para el creyente es símbolo de amor sin límites, entrega, generosidad, apertura; para el no creyente es un símbolo omnipresente en la historia y en la cultura que ha configurado el Occidente en el que vivimos y que ha contribuido decisivamente a los valores que sostienen la democracia.
Quienes están empeñados en utilizar el crucifijo como arma arrojadiza o como pala escavadora de pasadas contiendas no sirven nada más que a la sinrazón y al desprecio del progreso auténtico de la sociedad. La deriva de anticlericalismo en España comienza a ser ya alarmante. Esa mezcla de cristofobia, sistemáticamente abonada en la opinión pública, con las hazañas de turno y el continuo goteo de una política gubernamental que sólo entiende de medidas culturales y de toma de decisiones éticas, nos va a colocar en una compleja situación. Pero aquí, ¿quién es tolerante de verdad? El problema de los laicistas más rabiosos es que no quieren dialogar, mientras se proclaman los abanderados de esa supuesta tolerancia. Porque si estuvieran convencidos del valor del diálogo, se centrarían no en el texto del inevitable hecho religioso, sino en el contexto de un auténtico pluralismo en el que se respetara, como así ocurre por parte de los católicos, la presencia plural de símbolos religiosos. Una sociedad que no aguanta los símbolos religiosos no es una sociedad progresista, avanzada y desarrollada, sino una sociedad patológicamente enferma. Entiendo que quienes defienden el exterminio de la cruz de los lugares públicos donde la persona contrasta su existencia y su conciencia con la finitud y la ultimidad y donde el hombre y la mujer están obligados a hacerse la pregunta por el sentido de la vida –léase la escuela o el hospital–, vivirán incómodos en Occidente. No nos engañemos, la gran incomprendida en la España actual no es la Iglesia, es la laicidad. Y ahí estamos.