Por otra parte, Moscú (y en menor medida Atenas) ha encarnado durante decenios el frío y la dureza frente a la apertura ecuménica iniciada en el lejano 1964 por Pablo VI y el Patriarca Atenágoras. En el camino de la reconciliación afectiva y del diálogo teológico de los últimos cuarenta años, Constantinopla siempre ha sido el mascarón de proa de la Ortodoxia, y los gestos de mutua estima y reconocimiento se han multiplicado hasta llegar a esta histórica visita de Benedicto XVI. Por el contrario Moscú, debido a las circunstancias históricas del post-comunismo y a su conciencia de ser el centro de gravedad sociológico de la Ortodoxia, ha dejado prevalecer durante años la sospecha frente a Roma, y no ha ahorrado ácidas invectivas contra su supuesta intención expansionista. Recordemos que Juan Pablo II, el primer Papa llegado del Este, que abatió tantos muros a lo largo de su pontificado, murió con la amarga espina de no haber conseguido romper ese hielo, entre otras cosas porque su propia biografía (un polaco curtido en la resistencia al comunismo) evocaba fantasmas profundamente arraigados en el alma rusa.
No es éste el momento de analizar errores y prejuicios que han pesado tanto de uno como de otro lado, y que han hecho especialmente pesado y fatigoso el camino hacia la ansiada unidad. Lo cierto es que desde hace meses se suceden gestos que pueden pasar inadvertidos para el gran público, pero que revelan un cambio de clima, por lo menos psicológico, en Moscú. Por ejemplo, el arzobispo católico de la Madre de Dios (nombre de la sede moscovita de los católicos latinos) Tadeusz Kondrusiewicz, ha traspasado recientemente y por primera vez, las puertas del Patriarcado de Moscú. Hasta ahora, era considerado poco menos que persona non grata, dado que representaba la supuesta ofensa de Roma al erigir una jerarquía latina en territorio ruso. También ha sido llamativo el gesto de Benedicto XVI de enviar un donativo de 10.000 euros para la reconstrucción de la Catedral de San Petersburgo, que sufrió un incendio el verano pasado. El Patriarca Alexis ha agradecido el gesto en un cálido mensaje, calificándolo como "signo de amor sincero para la Iglesia ortodoxa rusa, que obviamente será una muestra de ulterior desarrollo de nuestras relaciones en el espíritu de fraternidad cristiana y de asistencia mutua".
Mientras escribo este artículo, Benedicto XVI transcurre sus primeras horas en Ankara. Aún no se ha desvelado el contenido de sus principales discursos, ni el texto de la Declaración que firmará junto al Patriarca Bartolomé I, pero el ruido que ha rodeado los prolegómenos del viaje no puede hacernos olvidar que su finalidad original y primaria es el encuentro de los sucesores de Pedro y Andrés para confesar juntos la fe común en Cristo e intercambiar el abrazo de la paz en la iglesia patriarcal de San Jorge. En el trasfondo de este viaje se encuentra una de las primeras afirmaciones del pontificado de Benedicto XVI: "ante Cristo, juez supremo de todo ser vivo, debe ponerse cada uno, consciente de que un día deberá rendirle cuentas de lo que ha hecho u omitido por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos; el actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo". Y hace pocas semanas, con el telón de fondo de este viaje, el Papa confesaba su ardiente deseo de que llegue el día en que ortodoxos y católicos puedan celebrar juntos la eucaristía. Por eso, como seguro hacen desde Moscú, deberemos escrutar con sagacidad cada línea y cada gesto de este viaje, más allá del barullo de los Erdogan y compañía. Pero eso será la semana que viene.