Hace un par de semanas Scola compareció en Castelgandolfo para una reunión discreta pero de alto nivel, a la que había sido convocado por Benedicto XVI. No es un secreto que el Papa perfila en estos días la última corrección de su próxima encíclica Caritas in veritate, que afrontará los problemas sociales de este nuevo ciclo de la globalización, la crisis financiera, el nihilismo cultural y la amenaza terrorista. Un tema inmenso que el Papa no quiere abordar con moralismos simplones, sino con competencia técnica unida a una mirada educada por el Evangelio vivido y practicado en el cuerpo histórico de la Iglesia. En los días de la Pascua ha recordado que el acontecimiento de la resurrección de Cristo es el único que permite alumbrar las zonas oscuras del corazón humano y de la historia, y la semana pasada, durante la Audiencia general, insistió en que la crisis actual tiene su raíz en la codicia, que insinúa que el tener es el valor supremo de nuestra vida, falsificando así el significado de la creación y destruyendo el mundo.
El artículo del cardenal Scola en Il Sole, cobra especial interés porque la suya es una de las voces más escuchadas por el Papa a la hora de cerrar una encíclica que puede ver la luz a finales de junio, posiblemente coincidiendo con la fiesta de San Pedro y San Pablo. Según Scola, está claro que más allá de los análisis económico-financieros, la crisis muestra una doble raíz cultural que debe ser afrontada si queremos superarla verdaderamente. La primera es la ilusión neo-ilustrada del progreso lineal e irreversible, que continuamente viene desmentida por la historia, pero que habría hecho presa también en la esfera de las finanzas en esta última etapa. Pero a juicio del cardenal hay una segunda raíz aún más grave, el oscurecimiento e incluso la desaparición del sujeto personal y comunitario de la esfera económico-productiva. Cuando este sujeto resulta olvidado o instrumentalizado dentro de un sistema abstracto de factores y de regulaciones, entonces tarde o temprano explotan una serie de contradicciones que terminan siendo pagadas por los sectores más débiles de ese mismo sujeto social.
Esta denuncia del poder abstracto de un sistema económico-financiero que ha privado a las personas y a sus comunidades del protagonismo que les corresponde, es el núcleo de la lectura de la crisis realizada por el cardenal Scola. Otro aspecto interesante de su análisis se refiere a la crisis demográfica occidental, que habría tenido un reflejo en la disminución de la tasa de ahorro de las familias y en un modelo de desarrollo apoyado sobre la exasperación del mercado financiero. No falta tampoco una mirada global que toma en consideración a los países más pobres, que deben ser tratados como actores responsables del proceso de desarrollo. Para encontrar una respuesta coherente a la crisis será preciso rescatar de su postración al continente africano y replantear las relaciones con los colosos chino e indio, con los que no basta incrementar los intercambios económicos sino vincular ese movimiento a la promoción de los derechos fundamentales del hombre.
La última y quizás más importante clave de lectura realizada por el cardenal Scola se refiere al desafío educativo que plantea esta crisis. Es necesaria una educación que recupere estilos de vida sobrios y solidarios, que permitan encontrar un modo justo de relacionarnos con los bienes y con las personas, de modo que se supere la obscenidad del consumo que a su juicio no es menos deprimente que la obscenidad erótica. Esta cultura de la sobriedad no puede alcanzarse por real decreto ni por meros ajustes del sistema, sino que tiene que partir de un cambio de cada persona. Un cambio que pasa por una recuperación del significado de la vida y por tanto de su tensión ideal, porque sólo así pueden vencerse los ídolos de la lujuria, el dinero y el poder, de los que hablaba T.S. Eliot en los Coros de la roca. A esto se refería también la pasada semana el cardenal Rouco en su discurso de apertura de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, al afirmar que "sin un cambio profundo de mentalidad, es decir de una verdadera conversión personal y social, difícilmente se remontará esta grave crisis, cuyas dimensiones y horizontes se muestran tan inciertos e imprevisibles".
En esta fase dramática de transición en la que estamos inmersos, Scola ve un motivo de esperanza en la vitalidad de la sociedad civil, con un notable protagonismo del tejido eclesial. No se trata sólo del inmenso esfuerzo de ayuda a las familias en dificultad y a las personas en riesgo de exclusión llevado a cabo por Cáritas y otras organizaciones eclesiales, sino de la creatividad de personas, asociaciones y empresas que se ponen juntos para ayudarse a generar nuevas formas de producción y nuevas oportunidades de empleo, a partir de una mirada educada en la comunidad cristiana. Se trata de esa tupida red de solidaridad cristiana fruto del amor fraterno, a la que también se refería el cardenal Rouco en su discurso, que ha llegado también a la búsqueda de puestos de trabajo y a la atención a los pequeños empresarios y trabajadores autónomos que han visto peligrar la base del propio mantenimiento y el de sus familias. A fin de cuentas, la crisis nos plantea cuál es el verdadero recurso de nuestra vida, cuál la energía que la impulsa a moverse. Nos mueve a estar junto a otros para responder a necesidades que siempre son eco de una necesidad mayor: la de encontrar un significado por el que merezca la pena trabajar y sufrir. Y es que la batalla contra la crisis, es también para los cristianos la batalla contra el nihilismo imperante.