Esta semana España pasará a la historia por varios y no precisamente gratificantes motivos. Si Dios y la mano negra de la economía catalana no lo remedia, se aprobará el Estatuto de Zapatero, con las bendiciones de no me acuerdo qué prelado catalán para los políticos que tanto y tan en serio han trabajado; los obispos, reunidos en Comisión Permanente, sacarán toda la artillería argumental contra la insoportable Ley de Educación, llamada Ley de la mala educación de Zapatero; y al menos cincuenta diputados y/o senadores del PP –digo cincuenta porque creo que ha habido largas esperas en la cola para firmar- presentarán el recurso de inconstitucionalidad a la Ley de matrimonios homosexuales, en un ejercicio de lógica y natural coherencia política. Para colmo de esperpentos, Zerolo se “casará” el sábado en una ceremonia sencilla. Esperemos, al menos durante el fin de semana, que ETA no nos dé un susto y anuncie que ya se ha tomado más de un café, por no decir otra cosa, a la salud de todos los españoles.
Conviene, de todos modos, que nos fijemos en el caso y en la causa del tan traído y llevado recurso de inconstitucionalidad. Además, esta semana, en el Tribunal Constitucional, se han reunido ya para estudiar las tres cuestiones de inconstitucionalidad planteadas por diversos magistrados españoles, con ponentes de la categoría de Roberto García Calvo, Guillermo Jiménez y Rodríguez Arribas.
Todo transcurría por los cauces de lo políticamente correcto, que se traduce en aquello de suave en la forma y más suave en el fondo –un mutis por el foro público no vaya a ser que perdamos los votos de un imaginado viaje al centro de no se sabe qué tierra media y, además, perdamos el madrileño barrio de Chueca–, cuando hubo quien pensó y dijo, dijo y no sé si pensó, que el recurso no es muy oportuno y convendría dejarlo para no se sabe cuándo, ni dónde, ni porqué, ni para qué. Entonces, pensé que quien debiera presentar el recurso era Platón ya que, en el contexto de su teoría sobre lo que la tradición ha denominado “actos contrarios a la naturaleza”, escribió que la cuestión clave era “examinar qué de lo instituido lleva a la virtud y qué no”. Aunque a quien mejor le venía firmar y presentar el escrito era, sin duda, a Aristóteles, para quien “todos los que se preocupan por una buena legislación indagan sobre la virtud y maldad cívicas. La ciudad no es simplemente una comunidad de lugar para impedir injusticias recíprocas y con vistas al intercambio. Estas cosas, sin duda, se dan necesariamente si existe la ciudad; pero no porque se den todas ellas ya hay ciudad, sino que esta es una comunidad de casas y familias para vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica”.
Hay muchos, medios y mediadores, que estos días han cacareado una división y fractura en el Partido Popular con este motivo. Han sido quienes se caracterizan por dar sistemáticamente una imagen deformada de los políticos y de las políticas populares, los que más se han preocupado por la división interna del partido de Mariano Rajoy. Quizá les ocurra lo contrario de lo que Chesterton escribiera de aquel peculiar político inglés de su tiempo, Lord Yvywood, a quien no le interesaban los perros; lo que le interesaba era la causa de los perros.
La cuestión de las dudas de hecho de la política, y de los políticos, nos conduce a darnos cuenta de que con la ley aprobada por el Congreso español el pasado 30 de junio se da relevancia pública a lo que sólo puede ser una relación privada, alterando, además, la naturaleza de la institución matrimonial entendida como la unión entre un hombre y una mujer. Por tanto, focaliza uno de los rasgos de la política contemporánea: la indefinición de lo público en favor de lo privado. La función del Derecho no es dar cobertura jurídica a todas las relaciones afectivas posibles, sino sólo a las socialmente relevantes. Lo que se ha demostrado esta semana es que la adhesión a los principios morales es, por mor de esa anulación de lo público, sospechosa de intolerancia. Las convicciones pertenecen, según quienes sostiene ciertas políticas de lo correcto, al ámbito de lo privado, a lo interno de la conciencia, a lo que no tiene relevancia jurídica sino social y demoscópica. Hay quien piensa que si las convicciones traspasan la frontera de lo privado hacia lo público corren el riesgo de convertirse en fuentes de conflicto y de intransigencia, en medio de una tolerancia generalizada para la que todo vale igual.
Habrá quien termine sospechando que considerar el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer es una convicción moral sospechosa de crear un conflicto que atente contra los derechos de más de un humano. Para hacer política, hay quienes aparcan sus preferencias personales, los juicios de su razón moral en pos de las preferencias sociales dominantes, presentes o en alza, sin plantearse si los juicios sobre los que se basan sus preferencias son verdaderos y universalmente válidos.