Jude Law encarna a este gigoló frío y calculador que se llama Alfie. Susan Sarandon, Marisa Tomei o Nia Long interpretan a algunas de las mujeres que pasan por su vida. La película está dirigida por Charles Shyer, autor de El misterio del collar, y se basa en otra película que con el mismo título se estrenó en 1966 y que protagonizó Michael Caine.
Alfie es un atractivo londinense que se ha mudado a Manhattan, donde le han dicho que viven las mujeres más atractivas del mundo. Su objetivo es conseguir sexo a espuertas y quedar indemne. Para ello se convierte en chofer de limusinas, una actividad perfecta para seducir a alguna mujer solitaria en el asiento trasero. Alfie se pone enfermo si piensa en noviazgos, bodas o hijos. Aparentemente le va bien hasta que su trayectoria vital empieza a pasarle facturas poco agradables y nunca imaginadas. La única amante por la que siente “algo” le echa de su vida, destroza la vida de su mejor amigo, una mujer a la que se entrega le paga con su misma moneda y, para más inri, el médico le detecta un bulto genital. Entonces a Alfi el mundo se le desmorona, se cuestiona su felicidad, el sentido de su vida y sufre los gritos de su conciencia. Pero Alfie no cambia, no se convierte en un orondo padre de familia numerosa, ni rectifica la dirección de su vida. Sigue siendo un donjuan, pero tocado por la herida del nihilismo más vacío, por la tristeza del sinsentido y por una declarada ausencia de paz.
En realidad, ¿por qué iba a cambiar? Sólo se sigue a sí mismo, sólo se mira al ombligo. ¿De dónde le vendría la posibilidad del cambio? Simplemente ha aprendido a mirarse con realismo, y reconocer que su vida es un asco. Pero eso no basta: es el primer paso, pero no basta. Alfie no ha sabido dejarse cambiar por las mujeres que podrían haberle perdonado si él se hubiese arrepentido. Y la única mujer con la que convivió, la acabó rechazando por ser demasiado real (era compleja, algo bipolar,… pero era “real”). La película no nos vende la moto –tan hollywoodiense– de un inverosímil happy end. Nos sugiere lo que ya sabemos: el cambio no es posible para el hombre por sí solo. Y Alfie es valiente porque se atreve a mirar esa realidad contundente. Sólo quien afirma: “No puedo salvarme a mí mismo” está en condiciones de reconocer a Aquel que se define como Salvador. Alfie piensa en Dios en un momento del film, cuando ve cerca su muerte, pero lo hace en términos moralistas, y por tanto, sólo se queda en un mero pensamiento. Sin un encuentro real, Dios es un fantasma.