No es que todo vaya a ser un camino de rosas para Benedicto XVI, desde luego, pero algunas cosas se van poniendo en su sitio.
Ahora es preciso echar un vistazo al interior de la gran familia eclesial. La inmensa mayoría del pueblo de Dios (ese que algunos invocan cada día y del que se autoproclaman portavoces aunque estén tan alejados de su sentido de fe) ha recibido al nuevo Papa con alegría sincera y sin reservas: saben que ha sido un hombre clave durante el pontificado de Juan Pablo II el grande; intuyen que su trabajo sacrificado ha defendido precisamente la fe de los sencillos, y descubren que las críticas vienen siempre del mismo frente (el mismo que les acosa culturalmente a ellos cada día) y se parecen sospechosamente a las que repitieron hasta la saciedad contra el Papa Wojtyla. Por otra parte, quienes son más conscientes del momento histórico desean un pastor que sea por fuerte en la fe, pero al mismo tiempo lúcido para examinar la coyuntura, capaz de sostener a los que flaquean y de tejer diálogos con los ajenos... Y Benedicto XVI cuadra muy bien con esas aspiraciones, porque él sabe que conservar la fe implica siempre encarnarla en un contexto histórico nuevo.
Pero esto no significa que no exista una hostilidad manifiesta en algunos círculos teológicos y pastorales (los que se identifican con las proclamas de Hans Küng), así como un oscuro y espeso recelo que se extiende como hidra más o menos silenciosa (lo será cada vez menos con el paso de las semanas) en ciertos tejidos del cuerpo eclesial; minoritarios, sí, pero con una influencia educativa desproporcionada, debido a los instrumentos que tienen en sus manos, y al protagonismo que los grandes medios les conceden. En este magma del rechazo interno conviven situaciones bien dispares: dramas personales, frustraciones pastorales, desvaríos ideológicos, pero también una sincera oposición a lo que se entiende como encastillamiento de la Iglesia, incapacidad para hablar al hombre de hoy, retorno a esquemas de un tiempo que no volverá. Sea como sea, siento que hay demasiada gente buena que no participa de la fiesta de la Iglesia en estos días, que cede a los cantos de sirena de embaucadores que no aman a este pueblo ni lo que porta consigo como luz para el mundo, que son prisioneros de esquemas que se pegan como el salitre, pero que no ayudan en nada a conseguir un nuevo impulso para el Evangelio de Jesús en este siglo XXI.