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Liberal: ¿radical o conservador? (y III)

¿Y por qué no extremista?

Tras las dos anteriores consideraciones de este Librepensamiento en tres actos acerca de por qué no le desmerece ni ofende al liberal la condición de radical, mas sí la de conservador, es momento de sopesar ahora un tercer sesgo caracterológico de la praxis política que tiene que ver con dicha disputa: el extremismo. En esta ocasión, será un trabajo de Robert Nozick el que atraiga nuestra atención y sirva de pre-texto para nuestro examen del asunto.

Tras las dos anteriores consideraciones de este Librepensamiento en tres actos acerca de por qué no le desmerece ni ofende al liberal la condición de radical, mas sí la de conservador, es momento de sopesar ahora un tercer sesgo caracterológico de la praxis política que tiene que ver con dicha disputa: el extremismo. En esta ocasión, será un trabajo de Robert Nozick el que atraiga nuestra atención y sirva de pre-texto para nuestro examen del asunto.
Robert Nozik, uno de los principales filósofos liberales.
El filósofo norteamericano Robert Nozick publica en 1987 un breve pero muy clarificador opúsculo, titulado “Los rasgos característicos del extremismo”, incluido en el libro recopilatorio Puzzles socráticos. Más que ofrecer una exposición general de la naturaleza del extremismo en política, Nozick traza allí un sucinto retrato del tipo extremista articulado en ocho signos indicativos de su proceder. Paso a enunciarlos y a comentarlos, también brevemente.
 
El primer rasgo específico de un extremista presenta a un sujeto con tendencia a tensar las posiciones y llevarlas hasta el límite, lo que le sitúa literalmente en los márgenes de la realidad y le impulsa a adoptar usualmente posturas excesivas, “marginales” y, a la postre, meramente testimoniales. El extremista ejercita así sobre la cuerda tirante el “más difícil todavía”, y en tal faena aeromodélica no le molesta ser contemplado con admiración y aplaudido por un público absorto. En esta exhibición, como en otras que veremos a continuación, un extremista tiene poco en común con un radical.
 
Diríase que mientras el primero se mueve en el plano de la horizontalidad, el segundo, elevando o rebajando el tono de su posición, practica la verticalidad. Quien actúa o se comporta de manera radical, una vez ha fijado su idea o posición, la exprime y atornilla hasta el fondo, hasta la raíz. El extremista, por el contrario, se desplaza hacia los extremos de la situación, transita de punta a rabo a fin de experimentar la pasión del borde. El extremista, a la sazón, nunca descansa, porque las metas avizoradas nunca se le antojan definitivas: aquello que en un momento histórico parece extremo, tiempo después apunta hacia lo tímido o lo exiguo.
 
Friedrich A. HayekLa segunda característica del extremismo la encontramos en la pasión que muestra por tomar por enemigo a cualquier contrario a sus axiomas. Al situarse en la extremosidad, uno piensa que todos son de su condición, y así tiende a creer que quien no corre junto a él, es un flojo o un inmovilista; en cualquier caso, un dechado de parsimonia, que se queda en las antípodas y no es de los suyos. El extremista, dando un paso más (él siempre va más lejos que nadie), hace lema y doctrina del célebre adagio: “el que no está conmigo está contra mí”. Semejante gusto por la promiscuidad y exceso hace que fácilmente quede infectado de ardor y fanatismo: al que odia, lo odia hasta la muerte. El judeófobo extremista no se conforma con distanciarse o apartarse de los judíos; tiene que deshacerse de ellos: “no hay mejor judío que el judío muerto”. Cosas así.
 
El tercer rasgo que evidencia un extremista es la repugnancia que siente hacia los acuerdos y los compromisos, siempre interpretados como deserción de los objetivos que más que proponerse, se impone. A sus ojos, concertar significa forzosamente “rebajarse”. El blanco y el negro son para él los únicos tonos puros; las mezclas o mixturas, meras concesiones y signos de flaqueza. En realidad, como siempre observa al contrario muy lejos de su posición (allí donde él mismo lo ha fijado), acaba por resultarle inaccesible, incomprensible e intratable. Además, tenido el opuesto por esencialmente malvado (enemigo a abatir), es impensable que pueda encontrarse algún punto en común con él.
 
En coherencia con lo anterior, y consigo mismo, el extremista exhibe, en cuarto lugar, una afición incorregible por utilizar métodos de comportamiento extremos y duros para el logro de las metas proyectadas, como, por ejemplo, el uso de la fuerza, lo que en manos de un intransigente se torna de inmediato en neta violencia. La manifestación más acusada—casi diríamos, más “natural”— del extremismo es, en consecuencia, el terrorismo. El terrorismo no significa, en rigor,  violencia radical, sino extrema y terminante, sin contemplaciones, pura y dura.
 
Constituye, por tanto, un tremendo error referirse a los terroristas simplemente como “violentos”, y no digamos como “radicales”. Violento es quien emplea la fuerza bruta y se comporta, en consecuencia, como un bruto. El radical, el que se mantiene firme en sus posiciones, y, al huir del comportamiento superficial, llega hasta el fondo de lo que permite la situación: el ser radical aspira, más que a arrancar las cosas e ideas de raíz, a extraer de ellas todo lo que potencialmente contienen. El terrorista va más allá que el violento, pero ello no le hace ser un radical. Para serlo debería tener ideas y convicciones, y creer firmemente en ellas. Y un terrorista es básicamente un nihilista que ha perdido el juicio, no tanto por estar loco, sino por no poder dar razón de lo que hace con sus actos descomunales. Pues nunca el terrorismo tiene “razón”.
 
En el quinto puesto de los distintivos del extremista se sitúan la impaciencia y la incontinencia: los objetivos y propósitos que persigue han de alcanzarse de inmediato y por completo. El extremista es un ser presuroso y expeditivo. Todo retraso de la victoria lo contempla como fracaso o derrota. La extremosidad no se traduce sólo en un “todo o nada”, sino también en un “ahora o nunca”.
 
Quien en la calle grita “No a la guerra” o exige “Paz, ya” no se anda por las ramas: expresa un anhelo infinito, extremo, de paz, que le consume interiormente. Su indignación le lleva a pensar que quien está a favor, por ejemplo, de la intervención militar en Irak no es más que un asesino matamoros, un criminal de guerra, un ser desalmado, a quien hay que eliminar como sea… ¿Es el pacifista un radical de la paz? De ninguna manera. Es pura sensibilidad en acción, epidermis en erupción. No mueve un dedo por ningún principio. Prefiere morir, a matar.
 
El extremismo, en sexto lugar, no se proclama en soledad o de modo individual, sino que comporta una actuación grupal y organizada. No se conforma con imaginarlos o soñarlos, debe realizarlos sin remedio. El extremista, poco convencido, en realidad, de sus propias fuerzas (siempre humanas, demasiado humanas), necesita rodearse de acólitos para sentirse así “empujado” a actuar. Como se impone objetivos “imposibles”, necesita amplificar su acción con el concurso de otros y sentirse así arropado.
 
Edmund Burke, seminal filósofo conservadorEl séptimo rasgo que hace al extremista es el no hallarse sólo en el extremo del espectro político de facto o coyunturalmente, sino el situarse en la punta sistemáticamente, como norma. Si otro ocupa su lugar extremado, él se desplaza un paso más allá. El extremista es un ser esencialmente descontento por estar permanentemente insatisfecho, sobre todo de sí mismo. Quien juega al extremismo no permite que nadie sea más extremista que él. Como es lógico, puesto que su actitud no tiene finalidad, tampoco tiene fin. El extremista no se puede parar; hay que pararlo.
 
Finalmente, en octavo lugar, el extremismo práctico (no hay otro; el teórico no pasa de simple retórica) se nutre del extremismo de base psicológica o actitudinal. No resulta extraordinario que un extremista se mueva por el arco político sin solución de continuidad, y pase, por ejemplo, de la extrema izquierda a la extrema derecha, o viceversa, en un visto y no visto. Tampoco lo es que se produzcan convergencias entre sí. En todo momento, se encuentra muy cómodo y en su sitio. La historia del totalitarismo, sin ir más lejos, informa de abundantes casos de este género.
¿Radical, conservador o extremista? No actúa inteligentemente, a mi juicio, el político que intenta ofender a su adversario, cualquiera que sea su afiliación, acusándole de radical. Tal imputación puede representar, en la práctica, un elogio. No atina, en consecuencia, quien, a fin de retratar la deriva de una izquierda realmente existente que se mueve entre la Meca y la checa, la tilda de “izquierda radical”, en lugar de cómo en realidad es y actúa: como izquierda extremista o “extrema izquierda”.
 
No ocurre lo mismo con el calificativo “extremista”. Como afirma Nozick: “raramente hay alguien dispuesto a decir «Ésta  es la postura correcta, y es una postura extremista»”. Tal sentencia profiere un filósofo calificado de “libertario”. A Hayek, por cierto, esta denominación no le agrada: se le antoja demasiado “artificiosa y rebuscada”, según propia confesión.
 
No lo será, digo yo, por representar dentro del liberalismo un posicionamiento extremo, o por huir, al cabo, de otro de tipo conservador, sino acaso por adoptar en su seno una actitud marcadamente radical. Pero éste ya es otro capítulo en la historia del liberalismo.
 
 
 LIBERAL: ¿RADICAL O CONSERVADOR? I: La identidad, en discusión.
 LIBERAL: ¿RADICAL O CONSERVADOR? II:  ¿Por qué no soy conservador?
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