No es éste el único dato que distingue las diferentes maneras de afrontar las sacudidas del terrorismo a ambos lados del Atlántico. En América, los ataques sobre Manhattan y Washington, además de dolor y rabia, promovieron una conmovedora reacción de unidad patriótica y nacional alrededor del Gobierno y sus instituciones representativas, pues eran éstos, y no otros, los llamados a hacerse cargo de la situación y los destinados a organizar la respuesta más conveniente ante aquella barbaridad. Pero todo se hizo a su debido tiempo y sin traición interna. No era cuestión de ponerse en el lugar de las víctimas del terrorismo (como sostiene con gran ingenuidad cierto tipo de sentimentalismo) sino de que no hubiese más víctimas, que cada uno cumpliese con su deber y estuviese en su lugar.
Tras los atentados, la primera potencia del mundo tuvo que ponerse a trabajar con esmero al objeto de conocer la autoría de la fechoría y hacérselo pagar. Los nombres de Al-Qaeda y Ben Laden no emergieron de repente. Ha sido necesaria una paciente y prolija investigación —acompañada de acciones políticas y militares simultáneas— que ha llegado hasta hoy, y todavía continúa. En los primeros instantes, múltiples, y aun contradictorias sospechas, se acumularon en los despachos de los políticos y en las redacciones de los medios de comunicación, pero sólo desde el exterior, en los espacios habituales que operan por automatismo antiamericano, llegó a acusarse a Bush y al Gobierno estadounidense de ser el culpable de la vesania. Ni el Partido Demócrata, en la oposición, ni The New York Times, por poner dos ejemplos, siguieron semejante senda pérfida.
En España, el eco de nuestro 11-S particular ha sido muy diferente y casi diría que inverosímil. Hasta el punto de que no es extraño que quien no esté al corriente, y hasta el mínimo detalle, de nuestras idiosincrasias, se muestre perplejo y desorientado ante lo que ha ocurrido y sigue pasando entre nosotros. De todos los hechos portentosos que aquí han tenido lugar, hay uno que se me antoja especialmente llamativo. Un hecho insólito y fabuloso (quiero decir, de fábula) que, como casi todo lo relevante en la España contemporánea, se halla estampado en una consigna: “queremos la verdad antes de votar”. Esto se profirió en las manifestaciones montadas frente a las sedes del PP durante la jornada de reflexión que precedía a las elecciones generales del 14 de marzo. Dos días antes, el 11-M, se había producido en Madrid el más grave y sangriento atentado terrorista de nuestra historia. Pero el problema que angustiaba el alma de muchos españoles era conocer la verdad antes de votar. ¿También toda la verdad y nada más que la verdad?
Lo colosal de esta exhibición farsante no reside ni acaba en el hecho de que unos miles de furiosos sospechosos habituales, curtidos en el radicalismo, la delincuencia política y la kale borroka, se dediquen al desmán y la tropelía, sino que este comportamiento haya sido, vale decir, tan compartido. Partidos políticos parlamentarios, periódicos y cadenas de radio, jueces, catedráticos y pueblo llano (la gente, en fin) se sumaron a un clamor estentóreo que había que verlo para creerlo. ¿Cómo pudo pasar esto? Una sociedad acostumbrada a que el mayor de los majaderos del cine español le cuente todo sobre la madre que lo parió, a penetrar en la intimidad de unos cualquiera a través de la ventana indiscreta de los medios y que se cree con todo el derecho de infamar al Gobierno (lo hacen sus señorías en el Parlamento, ¿por qué los ciudadanos han de ser menos que ellos?) cuando se lo pide el cuerpo, tiene por necesidad que costarle percibir como cosa aberrante el reclamar del ministro del Interior y del presidente del Ejecutivo que le cuenten todo sobre lo que ha ocurrido —y ocurra— nada menos que sobre la investigación de un ataque terrorista que ha paralizado el corazón de la Nación. Hay que ser muy desvergonzado o haber perdido todo sentido de la medida y la decencia (o ambas cosas a la vez) para instar al Gobierno con aullidos y amenazas a que dé cuenta de sus indagaciones y de los atestados de las Fuerzas de Seguridad acerca del 11-M “a tiempo real”, rapidito porque mañana son las elecciones (“queremos la verdad antes de votar”) y sin guardarse nada porque aún quedan muchos indecisos. Consumada la mascarada, el Gobierno para salvar su palabra y honor (y dar ejemplo) desclasifica informes del CNI.
En este país no sólo se mata al mensajero sino al informante mismo de la masacre. He aquí el precio de la transparencia política y la servidumbre del dominio público. El pueblo ha sido informado al minuto. La cadena Ser ha puesto los micrófonos y CNN + las cámaras para recoger el acontecimiento. Está pasando, lo estás viendo. Orson Welles recreó una situación similar en su filme Ciudadano Kane, inspirada en la doctrina informativa del magnate de la Prensa W. R. Hearts. Ante la expectativa de la guerra hispano-americana en Cuba, el gran jefe (precursor de Polanco) envía al redactor Richard H. Davis y al dibujante Frederic Remington a cubrir la noticia. A la vista de que no se producen incidentes ni nada relevante que reseñar, este último remite un cable a Hearts en estos términos: “Todo tranquilo. No hay disturbios. No habrá guerra. Deseo volver. Remington”. El magnate responde sin demora dando instrucciones: “Por favor, quédese. Usted ponga los dibujos y yo pondré la guerra. W. R. Hearts”.
Nuevo Gobierno. Zapatero Presidente con la gente. ¿Guardará en secreto las deliberaciones del Consejo de Ministros? ¿Consumará sus promesas? ¿Cumplirá y hará cumplir la Constitución? ¿Dirá toda la verdad? ¡Cuidado ZP, recuerda a Macbeth! El pueblo no perdona y su espectro perturbará tu sueño: “queremos la verdad antes de votar”.