Conozco a Edgar Morín desde 1949 o 50. Le vi por primera vez —y aunque parezca copiado de un libro de Hemingway o de Scott-Fotzgerald es absolutamente cierto— en el Bal Nègre de la calle Blomet, más célebre en la primera posguerra mundial que en la segunda. Pero, como era amigo de Marguerite Duras y de su entorno —más tarde calificado de “grupo de la calle Saint-Benoit”, porque allí estaba el gran piso de Marguerite, cuyos amigos eran Robert Antelme, Dionys Mascolo, Claude Roy, Jorge Semprún, a veces Roger Vailland, entre otros—, y como yo conocía a varios de ellos, me encontraba con Morin cada dos por tres. Si no me falla la memoria, fue el primero de esos intelectuales comunistas más o menos resistentes a ser expulsado del PCF. De aquella experiencia sacó un libro irónico e inteligente, Autocritique, pero no sacó, visto desde una perspectiva histórica más intransigente, las conclusiones que se imponían.
Al no vivir en Saint-Germain-des-Près, no formaba parte de la “célula” de ese barrio, ni de los expulsados, sobre la base de un informe (o chivatazo, según escribieron Antelme y Mascolo) de Jorge Semprún. Estos fueron los propios Antelme y Mascolo, pero también Marguerite Duras, el periodista Eugène Mannoni, Monique Règnier, etcétera. Lo curioso en el caso de Edgar Morin, para limitarme a él, es que ni esa experiencia, ni otras, ni la sencilla observación de los acontecimientos mundiales le apartaron jamás de la izquierda. Si hasta cierto punto se le puede calificar de anticomunista, o mejor dicho de antiestalinista, eso no le impidió apoyar públicamente a Mitterand y su alianza con los comunistas. Esta no le hacía mucha gracia, pero había que apechugar con ella en pro del triunfo de la izquierda.
Habiéndole perdido de vista, le volví a ver en Mayo de 68, con Claude Lefort y Cornelius Castoriadis —por cierto, juntos escribieron un libro sobre los acontecimientos: La Brèche (brecha), que un día tendré que decidirme a criticar, por mucho que les pese a Enrique Escobar o al hijo de Savater. O sea, que Morin siempre fue de izquierdas, a ratos muy “moda californiana”, etcétera, pero, a fin de cuentas, siempre en el sentido conformista del término. Sí pareció increpar, aquello encantaba a los poderosos, porque a los poderosos les encanta les fous du roi, para aportar un poco de pimienta a la sopa boba de la política, pero sin cambiar de política, ni de sopa boba. Desde Arguments, revista marxista que codirigía con Kostas Axelos —enigmático personaje éste—, hasta el artículo que voy a comentar ahora, toda la “carrera” y la obra de Edgar Morin, que constituye un intento, evidentemente fallido, de totalidad, entre las ciencias, la filosofía, la política, la Historia (y el sexo), todo ello podría resumirse como la voluntad de llevar ramilletes de flores a las tumbas del GULAG.
No me olvido de que escribió en Le Monde un largo artículo entusiasta con el movimiento antimundialista y José Bové, declarando incluso que este era un nuevo Asterix, héroe de la rebelión popular. Cosas veredes, mío Cid... Aparte de que José Bové es un reaccionario antisemita, vale la pena señalar que Asterix es el héroe de un cómic chovinista galo, cuyos autores son un italiano y un judío ruso. Pasemos, y vayamos al grano. En Le Monde del jueves 19, Edgar Morin publica un artículo: “Antisemitismo, antijudaismo, antiisraelismo”. Comienza intentando elucidar las diferentes epidemias, o los diferentes virus: existiría un antijudaismo cristiano que considera a los judíos culpables de la muerte del Cristo, de deicidio, (como Mel Gibson), un antisemitismo racista que considera a los judíos como una raza inferior y perversa, incluso por parte de los árabes, que son ellos mismos semitas (como los fenicios, por cierto), y el antiisraelismo que considera que Israel debería convertirse en un nuevo Auschwitz o, en todo caso, desaparecer como sea.
Habría mucho que decir sobre estas interpretaciones, en cuanto a las diferentes formas de antisemitismo (me quedo con éste término, que tiene su peso histórico). Que exista un antisemitismo, no diría cristiano, sino católico, lo ha reconocido y “pedido perdón” la propia iglesia, lo cual no impide, evidentemente, que siga habiendo antisemitas católicos. En cuanto a los árabes, a los que también alude Morin, lo han sido siempre, y lo son hoy más que nunca, bastaría con hacer una revista de prensa de los medios árabes para percatarse de ello, y de los aquelarres que profesan a diario, sin necesidad de remontarnos al siglo XIII o recordar al Mufti de Jerusalén, colaborador de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Lamento, sin embargo, que un hombre inteligente, aunque frívolo, como Edgar Morín, nada diga de interesante sobre el nuevo y virulento antisemitismo de izquierda y sobre todo de extrema izquierda actual, que, sin embargo, inquieta a algunos de sus amigos de la socialburocracia.
Esto, para un sociólogo reconocido, miembro de infinidad de comisiones y consejos gubernamentales, ya sean de izquierda como de derecha, sobre problemas de la Universidad o de la sociedad en general, podría haber sido un tema de reflexión: ¿por qué se destapa de pronto el antiguo antisemitismo popular, luengos años ocultado, y por qué en Francia, sin ir más lejos, la izquierda y la extrema izquierda se alían con los fundamentalistas musulmanes y se manifiestan todos a los gritos de “¡Muera Israel! ¡Mueran los judíos!”? ¿Tiene esto algo que ver con l’espirit des Lumières, o sencillamente con la tolerancia? Pues de esto no habla Morin. Claro que la cuestión de Israel es una cuestión central del antisemitismo actual. A partir del momento en que se considera a Israel como un estado nazi, todos los judíos se convierten automáticamente en nazis, pero al mismo tiempo, cosa a la que ni siquiera alude Morin, en las capitales árabes y hasta en París (lo he visto) se grita: “¡Hitler tenía razón!” con su “solución final”, o sea, el genocidio. Estas contradicciones, este aquelarre cotidiano, no le inmutan a Edgar Morin, los ignora.
Como otros en este círculo de intelectuales de izquierda, que pretenden ser críticos y a la vez colaboradores con lo peor de la izquierda (Mitterand, Jospin), declara que, desde luego, “Israel es la única democracia rodeada de dictaduras”, pero este dato fundamental, lo cita como si se tratara de la situación geográfica o el clima de Israel, algo sin real importancia. Insiste sobre la represión contra los pobres palestinos, precisamente cuando se ha abierto una investigación sobre la colosal fortuna personal de Arafat, escondida —mal— en paraísos fiscales, y en el propio Parlamento europeo, algunos diputados exigen cuentas a nuestros democráticos gobiernos sobre las subvenciones al terrorismo palestino. Claro que hay palestinos pobres, claro que hay víctimas palestinas y claro que en esta larga guerra, que dura desde 1948, Israel, con gobiernos laboristas como del Likud, ha cometido errores y hasta crímenes, pero cabe preguntarse si un país democrático, sometido a los ataques de un tan atroz terrorismo, no tiene derecho a defenderse.
Sobre estos temas, Edgar Morin no dice nada interesante, peor, lo elude, para no enfrentarse con la hipocresía de la gauche divine, y sin darse cuenta de que ha escrito algo profundamente reaccionario. Leyendo éste su último artículo, nos damos cuenta de que para él el hecho de que Israel sea la única democracia, rodeada de dictaduras, no tiene la menor importancia, strictu senso; la democracia no tiene importancia. Salvo en Francia, se entiende. Para mí es precisamente esa democracia que, pese a todo, se mantiene en Israel, lo que hay que defender a toda costa, mucho más que el Muro de las lamentaciones. El cual, desde luego, tiene su historia, pero éste es otro debate.