En Azriel ya encontramos casi cuajada la Cábala especulativa que después desarrollarían discípulos suyos como Isaac ben Sheshet y Nahmanides. Sin embargo, aún no nos encontramos con un producto plenamente concluido de ese saber cabalista. De hecho, ese producto no sería otro que el Zohar que nacería en tierras de Castilla.
Escrito en torno a los años 1280 y 1286 por Moisés de León, el Zohar —o libro del Resplandor— es una obra pseudoepigráfica. Su autor era consciente de hasta qué punto sus ideas podían chocar con el judaísmo ortodoxo y presentó la obra como redactada por Simón Bar Yojai, un rabino del siglo II d. de C. No hace falta decir que el análisis lingüístico del texto y las fuentes que se pueden desvelar convierten semejante pretensión en inadmisible pero, con todo, el Zohar iba a cosechar un éxito extraordinario hasta el punto de que puede considerarse casi como la primera obra cabalística de categoría y, desde luego, como base fundamental de la Cábala. A partir del Zohar podemos decir que la Cábala existe, con anterioridad a este libro o no hay Cábala o sus formulaciones son todavía parciales e imperfectas.
El Zohar, escrito en un arameo peculiar, presenta una cosmología en cuya cima se encuentra Dios incognoscible e inmutable, Ein Sof, infinito. Sólo sus emanaciones presentadas como esferas (sefirot) permiten que el poder divino se irradie para crear el cosmos y también para que podamos conocerlo. El entendimiento de esas sefirot permite, por lo tanto, comprender el cosmos y la vida pero, a la vez, arroja una luz especial sobre la Historia de Israel y la obediencia a la Torah. De hecho, el cumplimiento del menor mandamiento adquiere una trascendencia cósmica y permite que el mundo, aún sin saberlo, avance hacia su redención final. De manera no poco sugestiva, el ser humano no obra bien ya sólo para obtener su salvación sino para colaborar en la causa de Dios en el cosmos.
Como puede imaginarse, esta visión cabalística ya cuajada no tardó en encontrar detractores que, cosa lógica, surgieron de entre los rabinos principales de la época. Para ellos, aquella interpretación cabalística excedía otros aportes previos de origen oriental —ciertamente era así— y entraba en peligrosas interpretaciones sobre la relación entre Dios y Sus criaturas. No les faltaba razón si examinamos la cuestión en términos objetivos pero la Cábala iba a abrirse camino por una serie de razones de considerable importancia. En primer lugar, aunque la Cábala no había formado parte de las Escrituras, procuraba empero no oponerse a ellas en cuestiones éticas como el cumplimiento del sábado, la práctica de la circuncisión o el resto de la Torah tal y como aparece interpretada en el Talmud. En otras palabras, uno se podía someter a la práctica talmúdica y, a la vez, aceptar las enseñanzas de la Cábala.
En segundo lugar, la Cábala tenía la pretensión de aportar una interpretación del mundo que concediera consuelo en medio de enormes dificultades. Que Gabirol y Maimónides —ambos exiliados— fueron dos de sus precursores no resulta extraño sino, hasta cierto punto, lógico. Finalmente, la Cábala —en su vertiente práctica y no especulativa— supuestamente contaba con resortes mágicos para alterar una realidad difícil y hostil. Que esto no fue así en la práctica resulta fuera de toda duda pero no es menos cierto que proporcionó esperanza a generaciones enteras de judíos —como los expulsados de España en 1492— en tiempos de especial dificultad.
No fue mal resultado en términos históricos para un proceso que comenzó con la aceptación de fórmulas mágicas de origen babilónico aceptadas en el periodo talmúdico, que continuó con la aceptación de algunas enseñanzas orientales de carácter esotérico, que se enriqueció —tras su llegada a Occidente en el siglo IX— con los aportes indirectos de carácter filosófico de Gabirol y Maimónides y que, finalmente, tras intentos en Provenza y Cataluña, terminó de cuajar en los siglos XII y XIII en Castilla para desde allí proyectarse a toda Europa, especialmente a partir del siglo XV.