Salvo por algún cubano caído de un avión temprano, nadie llegaba nunca por la mañana. No son horas. No faltó quien llamara por teléfono a las doce para decirme: estoy desde las ocho en el bar de la esquina, por no despertarte, pero tienes que venir a rescatarme porque no puedo pagar el desayuno. En invierno, pedía que me pusiera con el encargado para anunciar que pasaría luego a pagar. En verano, una camisa y un pantalón bastan para bajar al café.
Me gustan las casas abiertas, llenas de amigos y hasta de desconocidos. Pero con el tiempo eso fue cambiando. Supongo que tiene que ver con la edad, con el hacerse mayor, con el hecho de que los amigos que no están muertos están lejos o hasta han escogido estar solos, lo que no es mi caso.
Yo salí hace un año de un lustro en el que no pude tener una casa abierta. Entre otras razones, porque es caro. Durante cinco años, apenas si pude tener una casa, muy limitada, poco más que un sitio en el que trabajar, comer y dormir. No me quejo: de ahí salieron dos libros más que aceptables. Y los amigos siguieron estando. A tal punto que, cuando necesité de verdad mudarme, volver a tener una casa abierta, me buscaron un modo de vida y un piso maravilloso, en el cual, al menos, puedo ofrecer una que otra cena. No más, porque la casa nueva llegó junto con la enfermedad y eso me limita mucho. Me cuesta entrar en la cocina a preparar algo que me parezca realmente digno de ser ofrecido. Claro que hay soluciones prácticas, a nadie le cuesta meter unas paletillas de cordero al horno, por ejemplo, pero no se trata de eso únicamente. Se trata de hacer algo para recordar. Porque ahora ya no es un hábito, sino una excepción feliz.
El domingo tuve visitas. Vino una persona a la que conozco, acompañada por otras dos con las que sólo había tenido contacto virtual. Personas destacadas las tres: una arquitecta, una ejecutiva y un sacerdote. Las tres, por cierto, ligadas a LD de una u otra manera. La arquitecta, a la que conocía personalmente de antes, también llegó a mi vida por la vía virtual. Dejaron el piso lleno de cosas buenas. Yo, que no he hecho en mi vida otra cosa que confesarme, por la torcida vía de la literatura, pensé que con ese sacerdote, al que doblo en edad, podría intentar una confesión en serio. El hombre me da todas las garantías: es un joven erudito, transmite bondad, generosidad y paz, y creo que entiende de la muerte porque entiende de la eternidad.
Pronto vendrá a verme Montse. Se enteró por internet de que yo estaba enfermo y se puso en contacto. Fue mi compañera en la Facultad de Historia de Barcelona. Esa compañera –a veces compañero– ideal, con la que se comparte todo, y que al final influye sobre uno más que cualquier profesor. Después nos fuimos encontrando en diversas etapas. La espero con verdadera ansiedad. No creo que vaya a traer nada del pasado: las personas tan importantes siempre proceden del porvenir y traen cosas de él.
Armando vino nada menos que del Paraguay el año pasado. No lo sabíamos (o sí), pero éramos amigos de toda la vida. También había aparecido en mi vida a través de la pantalla. Y continuamos una conversación que habíamos iniciado hacía mucho, tratando del general Mitre o de los escasos negros esclavos que habían quedado en el Río de la Plata.
En Buenos Aires están Fernando, Alberto, Osvaldo, Perla, Jassie, Luis, Natu, Mariana, ahora Aníbal, que no dejan de ir y venir, virtual y realmente. Y Alicia y Sandra. ¡Qué poco nos escribimos, Sandra! Para todos ellos está mi casa. Y para mí está la de ellos, lo sé. ¡Qué difícil ir! ¡Qué lejos está todo! ¡Qué lejos está Buenos Aires! ¡Qué difícil dejar de esperar!
vazquezrial@gmail.com
vazquezrial.com/lasguerrasdetodalavida