Condenar tales logros significaba despojar a vascos y catalanes de su parte, a cambio de confusas idealizaciones de pasados remotos o de promesas prodigiosas para el porvenir. Otra contradicción chocante de aquellos nacionalismos consistía en que, mientras exaltaban sin límites las virtudes de sus paisanos y les llamaban a romper la supuesta sumisión a una “raza” tan netamente inferior como la castellana o la española, los pintaban como efectivamente inferiores al haber aceptado durante tanto tiempo la “esclavitud”. Más grave aún resultaba el que, pese a todas las encendidas prédicas, denuncias y propagandas, los vascos y catalanes persistieran en no percatarse de tan insoportable opresión ni, al parecer, de su propia y completa superioridad sobre los demás españoles, fuera de las rencillas y rivalidades regionales de siempre.
En ese sentido las versiones nacionalistas resultaban insultantes para vascos y catalanes reales e históricos, descalificados implícita, y a veces explícitamente, como traidores o serviles durante generaciones y siglos enteros, considerados lo bastante estúpidos para no entender la radical oposición de sus esencias e intereses con los intereses y esencias españoles. En verdad, cabría dudar de la posibilidad de regeneración de unas poblaciones tan largamente complacidas con sus propias lacras y torpezas. En todo caso, sacarlos de tales abismos de abyección exigiría auténticos mesías, hombres de una altura ética e intelectual muy fuera de lo común, y una persona escéptica podía albergar alguna duda sobre si Arana, Prat de la Riba u otros líderes nacionalistas cumplían realmente tal exigencia.
Salta a la vista que, en el fondo, ni Prat ni Arana se apoyaban realmente en una tradición ni en una historia catalana o vasca, tan deleznables desde su propio punto de vista. Su base real consistía en la promesa de un resplandeciente futuro, en que vascos y catalanes, redimidos por el nacionalismo y libres de los causantes de sus males, desplegarían unas cualidades fantásticas, (aun si difíciles de creer, vistos los largos precedentes). De ahí, también, que la crítica a sus versiones históricas apenas les haya hecho nunca mella, para desesperación de quienes han tomado tales versiones por bases de su doctrina, creyendo poder tirar ésta abajo al mostrar sus numerosos puntos débiles y contradicciones. El punto clave radicaba, insistamos, en su proyecto de futuro.
Tales ideas proyectaban sobre el pasado y el presente una mentalidad victimista, arma de doble filo, pues si por una parte fomentaba la aversión y el rencor hacia el causante designado de las desdichas reales o imaginarias, por otra generaba amargura y desencanto. Cambó lo observó pronto. Aquellas prédicas eran “una pura exaltación lírica de las virtudes del pueblo catalán y de las glorias de su historia y un desprecio constante del Estado español y de las glorias y virtudes de Castilla. Me di cuenta de que esa propaganda destinada a convencer a los catalanes de sus propios méritos los tenía que llevar, por el contrario, a la convicción de que un hado inexorable los perseguía, y que todas sus empresas, hasta las más justas y mejor preparadas y conducidas, estaban condenadas al fracaso”.
El tono del nacionalismo se manifestaba en editoriales como éste, de La veu de Catalunya del 24 enero de 1898, titulado “¡Pobre Cataluña!”, en que, sacando partido de graves inundaciones en Rosellón, Cataluña y Valencia, “como si el cielo quisiera hacer a las tierras de lengua catalana objeto de un castigo terriblemente significativo”, se preguntaba dramáticamente: “¿Qué pecados han cometido los pobres catalanes?”. Pobres no sólo por víctimas de incontables males históricos y ahora de las lluvias, sino porque la prosperidad regional tenía mucho de engañosa: “desde fuera, Cataluña es rica. En Cataluña se trabaja; y de Cataluña van a Madrid riadas de dineros. Pero a quien ve Cataluña por dentro, se le rompe el corazón: los restos que dejan aquí las riadas de dineros que van a Madrid los llenan de lágrimas. ¡Cuántos cientos de propietarios lloran mirando las tierras que no pueden cultivar porque han de enviar a Madrid los escasos medios que podían destinarles! (…) La industria, única cosa por ahora atendida por el gobierno, paga culpas de éste, debiendo apartar en los almacenes piezas que antes iban a los mercados de las colonias hoy en rebeldía”. Cataluña, pues, era rica no con España y gracias a ella, sino a pesar de ella.
Pero los catalanes, lamentablemente, no acababan de ver esa obviedad, debido a “las desgracias morales que anulan a nuestro temperamento y nos rebajan ante quien nos observa”. Ahí radicaba el castigo de Dios por los “pecados” de Cataluña, de los cuales “he aquí uno, de los más gruesos: haberse dejado esclavizar la voluntad y desposeer de la administración de los medios de buscar el bien y rehuir el mal”. Si tan insufrible esclavitud fuese abolida, y los catalanes cobraran conciencia de su superioridad, como exigían los nacionalistas, males como las riadas serían superados sin mayor problema.
La cuestión de la raza dio también mucho juego por aquellos años. Percatados de la superioridad catalana, manifestada en su pujanza económica —a la que los nacionalistas no habían contribuido nada, obviamente—, debían encontrarle una base material, física, en la raza, según la moda extendida entonces por casi toda Europa.
Desgraciadamente, los catalanes corrientes no difieren en su aspecto físico de los demás españoles, pero ello no fue óbice para persistentes intentos de diferenciación. El doctor Robert, un médico y político que hacia finales del siglo se pasó al nacionalismo, centró sus esfuerzos diferenciadores en la medición de cráneos, encontrando ahí la prueba tangible de la peculiaridad catalana con respecto a “Castilla”. A los sarcasmos que sus hallazgos provocaban en Madrid y en la misma Barcelona, respondió el apasionado nacionalista Rovira i Virgili: “El doctor Robert, en su conferencia, se limitó a hacer un estudio rigurosamente científico” Y concluía, muy razonable: “Si en el noreste de la península predomina un tipo craneano diferenciado, los catalanes no vamos a deformarnos el cráneo en aras de la unidad española”. ¡Hubiera sido el colmo del centralismo, desde luego!
Personaje característico de la época fue el escritor Pompeu Gener, para quien la raza catalana, “fuerte e inteligente”, había tenido escaso contacto con los musulmanes, gracias a lo cual le era ajena la pereza propia de otras razas peninsulares. Por entonces se divulgaban en los círculos intelectuales españoles las ideas nietzscheanas, que combinaban bastante bien con las racistas. Según Gener, los catalanes superaban al resto de los españoles, pero se sentían inferiores a los europeos del norte, a causa de los siglos de dominación castellana, y también de la actividad comercial, señal de inferioridad heredada de los fenicios y otros semitas, y “así esa función que constituye el fondo del pueblo judaico pasó a constituir el suyo [el catalán]. El escaso fondo de semitismo que hubiera en el pueblo catalán triunfó del Ario y se sobrepuso”.
Bajo las exaltaciones, arrebatos e imprecaciones del nacionalismo catalán se percibe a menudo una cierta pose o actitud forzada. Exhortaciones como ésta, muy posterior, pueden dar una idea: “Catalán, por mucho que te cueste, algún día tendrás que ser insensible, duro y vengativo. Si no sientes la venganza —la venganza depurada del odio, que restablezca el equilibrio roto—, si no sientes la misión de castigar, estás perdido para siempre. No lo olvides —confían en tu falta de memoria—. No te enternezcas —confían en tu sentimentalismo fácil—. No te apiades —confían en tu compasión ellos, los verdugos”. Apelaciones que toman un cariz cómico al provenir de un intelectual burgués y en general poco extremista, Joan Estelrich. Sin embargo sería un error creer que sólo las convicciones sinceras mueven a las personas. A veces lo hacen más todavía las insinceras, por la obligación de mantener la postura.
Hablando en general, las ideas de Prat dieron al nacionalismo catalán una proyección distinta del vasco, pese a sus similitudes de base. El plan de Arana consistía en el aislamiento para salvaguardar la preciada raza vasca de toda contaminación; el de Prat, en asegurar la soberanía catalana en permanente interacción, o más bien dirección, sobre el resto de España, e incluso con proyección ejemplarizante hacia el resto del mundo. En lo sucesivo, el nacionalismo catalán padecería la atracción contradictoria de tres focos fundamentales de interés: un particularismo catalán, en el fondo separatista; la influencia sobre el conjunto de España; y el expansionismo hacia los que llamaba “países catalanes” (denominación que éstos, es decir, Valencia y Baleares no aceptaban), no estando claro si Cataluña debía limitarse a la región de ese nombre, o debería abarcar a todo el levante peninsular.