Henos ante unos dictámenes altamente imprecisos y aun equívocos. Pues, ¿quiere decirse con esto que como resultado de un mazazo terrorista lanzado indiscriminadamente contra la población civil cabe diferenciar entre "víctimas inocentes" y "víctimas no inocentes" (no diré "culpables" para no enredar todavía más el tema, pero me temo que la implicación se desliza)? ¿Acaso no es suficiente, a propósito del terrorismo, señalar al agredido, dañado, lastimado, malherido, mutilado o muerto con el ya funesto y crudo tratamiento de "víctima"? ¿Tal vez este adjetivo, u otro similar, pretende ser demostrativo de algo primordial? ¿Quizás añade la apostilla perversidad a la atrocidad sustancial? Y, lo que probablemente resulte más importante, ¿otorga con su presencia de acompañamiento un motivo para la condena sin paliativos ni "peros" vergonzantes a la atrocidad cometida?
Ciertos detalles o determinadas singularidades de un atentado terrorista nos horrorizan especialmente, porque nos sensibilizan o conmueven más que otros. Tener noticia de que decenas de niños son masacrados en Irak mientras hacían turno para recibir cuadernos y dulces de las tropas norteamericanas allí destacadas golpea las conciencias de una manera casi inaguantable. Mas ¿saber que bombas activadas por terroristas pulverizan día tras día a cientos de aspirantes a policía, haciendo cola ante una comisaría de Bagdad, resulta más comprensible o aceptable? Un modo de favorecer la banalidad del terror es distinguir entre clases de terrorismos. Otro, diferenciar entre clases de víctimas. A menudo los adjetivos no aclaran el significado de un sustantivo, sino que lo oscurecen o reducen.
Hay asimismo variadas formas de ofender la condición y la memoria de las víctimas. Una de ellas es no llamarlas por su nombre y buscarles un término alternativo, un sucedáneo, para que no se confundan con "otras", por ejemplo, "afectados". Otra es darles demasiados nombres, diluyéndolas en un mar de solidaridad y simpatía universales, por ejemplo, "todos íbamos en el tren" o, en fin, "todos somos estos o aquellos", según el caso, nacionalidad, religión o condición de la víctima. La causa del primer error es el sectarismo. La segunda distracción se debe al sentimentalismo.
El terrorismo actúa en función más de los vivos que de los muertos. Los supervivientes son, pues, su verdadero objetivo. Los muertos, los heridos y los quebrantados representan sólo un medio para lograr el fin: aterrorizar a los que quedan, quienes, contemplando atónitos, estupefactos, la escena del crimen temen ser los próximos.
Sólo una población confundida, alterada y conmocionada hasta ese punto puede ser carne picada de la dominación, nutriente del totalitarismo. Si a ello le añadimos la instintiva morbosidad que acompaña la contemplación del mal en el otro (como una forma de exorcizar el mal propio), tenemos suficientemente definido el panorama efectivo del terror, el paisaje después de la matanza.
He aquí unos estímulos e inclinaciones muy fuertes. Quien experimente el terrible trance de interesarse por la lista definitiva de víctimas mortales tras un accidente o atentado, a fin de comprobar si un ser querido está incluido en ella, es normal que acabe experimentando una turbia sensación de alivio y alegría al comprobar, finalmente, que no ha sido "él" o "ella" sino "otro" u "otra" los registrados por la fatalidad, y "otros", en fin, los llamados a llorar y enterrar a "los suyos".
Quienes traman el terror no son pobres diablos ni un segundo o tercer tipo de "víctimas inocentes", fruto de distintos males –léase (en El País y afines) de la ganancia del capitalismo, del "neoliberalismo" o sencillamente del Sistema–, sino gentes informadas y entendidas en la materia, diplomados y licenciados en Psicología, Sociología y Leyes, por la Universidad de Riad, pero, sobre todo, de Hamburgo, Londres o París. Y la materia aquí en juego es cómo penetrar en el corazón de Occidente para que un ataque, o cadena de ataques, lo abatan.
Según enseña el maestro Baruch Spinoza, es característico del individuo libre el aprehender las cosas como son, si no para cambiarlas sí al menos para entenderlas, para comprenderlas, apartando para ello de sí aquellos impulsos que obstaculizan el verdadero conocimiento, sea el odio, la envidia, la irrisión, la soberbia y "los demás de este estilo", o sea, las pasiones, que revelan nuestra impotencia y conforman un "conocimiento mutilado". Ocurre que para combatir al Terror es preciso tener más cabeza fría que corazón caliente. Más flema que flama, si podemos decirlo así.
El terrorista desea matar, pero disfruta mucho más admirándose al contemplar la reacción que produce su fechoría en el odiado enemigo, o mirando una y mil veces las malditas imágenes que pasan por televisión y tiñen de negro los periódicos. Mas lo que les extasía de veras es percibir la indignación, la confusión y el dolor de los tocados por su mano criminal.
Fuerte estallido. Fuego, humo y olor a muerte. Confusión y pánico general. Gritos y susurros. De pronto, entre las cenizas, las lágrimas y los lamentos, un grito o lema rompe el silencio de los muertos: "¿Por qué?". La formulación de una pregunta que no tiene necesaria o pronta respuesta proporciona, con razonable seguridad, ocupación, quehacer y qué pensar al filósofo, pero a las masas les produce, sin duda, un desasosiego infinito que termina por minarlas sin remedio. "¿Por qué?". "Y ahora, ¿qué?". "¿Por qué a mí?".
Tras los ataques del 7-J en Londres leo en la prensa algunos documentos y testimonios de personas allegadas a las víctimas que subrayan el carácter inocente de las mismas: "Era una persona cariñosa, siempre más pendiente de los demás que de sí mismo". Repárese en la especificidad de los rasgos de conducta –"políticamente correctos"– habitualmente distinguidos y seleccionados, a fin de ilustrar la virtud del malogrado.
No es ésta una opción baladí, casi diría que inocente, pues al tiempo que se afianza y privilegia, de pasada, una determinada "escala de valores", deja en el aire una incertidumbre realmente relevante para nuestro caso, a saber: cómo afrontar el verdadero problema –el terrorismo–, si no se diera el caso, es decir, si las víctimas no fuesen "víctimas inocentes". Por ejemplo, no residentes en Cataluña, miembros de cierto partido político, varones heterosexuales de mediana edad, aspirantes a policías en un régimen iraquí sin Sadam Husein, tropas norteamericanas o civiles israelíes.
Un testimonio más: "Era una persona incapaz de hacer daño a nadie, no logramos asimilar cómo alguien deseara hacerle daño a él". Nada de extraordinario. En su turbación, el minado por la aflicción y la angustia no advierte que el terrorista no es un "alguien" difuso y vago, sino un sujeto perfectamente definido y directamente implicado en los hechos. Tampoco consigue entender que semejante individuo, brazo ejecutor de un plan organizado, no buscaba directamente "hacerle daño a él", a su ser querido, sino a todo aquel que pasara por allí, que se acomodara en el asiento del tren o autobús alcanzado por la onda expansiva del explosivo o la metralla.
Un tercer documento y termino. Según observan los medios, entre las víctimas de las bombas de Londres se hallaba, al menos, una mujer de fe musulmana, occidentalizada, cierto, pero fiel a la religión del profeta Mahoma. Joven, atractiva y trabajadora, por lo demás. ¿Por qué justamente ella?, se pregunta el cronista. ¡Vaya pregunta! Como si la acción terrorista permitiera distinguir entre cuerpos justamente destrozados e injustamente destrozados.
¿Es más condenable, más abyecto, el acto terrorista cuando es discriminado o indiscriminado? ¡Qué pregunta! Ocurre que el terrorismo es un "fenómeno intrínsecamente indiscriminado", como acepta reconocer incluso el "experto" Fernando Reinares en su ensayo Terrorismo global. Los ataques defensivos de tipo selectivo que lleva a cabo, por ejemplo, el ejército israelí contra los cabecillas de Hamás tienen, por tanto, otro carácter. No nos confundamos, aunque las crónicas vertidas desde las corresponsalías en Israel de algunos periódicos (léase ABC y compañía) los presente como pobres y desesperadas "víctimas inocentes". Se trata de acciones "indeseables", si se quiere, como puedan serlo los episodios de Abú Ghraib o de Guantánamo. Pero esto no significa terrorismo, ni genocidio.