Es en referencia al campo de batalla, en la guerra, cuando puede hablarse en rigor de fuerza victoriosa y de contrincante derrotado, siempre y cuando, en efecto, se produzca un desenlace concluyente y no quede la cosa en tablas, armisticio o acuerdo pactado. Pero no es razonable ni prudente trasladar este lenguaje resolutivo a la arena política y a la competición electoral, por más que se hable habitualmente al respecto de confrontación, contienda y lucha; de la “batalla de Madrid”, sin ir más lejos a cuento de las pasadas elecciones del 25-M. Por lo general, al lenguaje político le conviene más la aplicación del campo semántico y pragmático de lo deportivo que el del campo de batalla del léxico, allí donde los términos se pelean entre sí con furia, saña y afán de victoria. Y es que por ahí se empieza, porque, sin duda, hay palabras que matan.
De lo contrario puede afirmarse lo mismo sin riesgo de error. Para la causa de la paz de verdad y la seguridad, una vez desencadenados la agresión y el combate, e inmersos en pleno conflicto (bélico, antiterrorista), suele ser muy inconveniente el pretender “ganarse” al enemigo en lugar de vencerlo, en especial cuando ello es factible. Por esta vía elusiva asoman, por ejemplo, los banderines de la equidistancia, el apaciguamiento y el entreguismo, frecuentemente de penosas consecuencias. En estos casos, los que se andan con tales contemplaciones, desembocan por lo común en escenarios de complicidad y colaboracionismo fácticos. En la guerra hay sin duda enemigos; pero en política, es conveniente tenerse sólo como adversarios. Cuando este objetivo fracasa, la política cae derrotada.
Un equívoco igualmente nocivo, hablando de estos menesteres, se pone de manifiesto en el momento de calcular mal los términos de la celebración de un triunfo electoral, pues no falta quien los oficia a deshora, o contra toda evidencia, o sumando sus votos con los de los otros y los de más allá y haciéndolos todos propios, o sencillamente considerando que, pase lo que pase y salga lo que salga, nunca pierde y siempre vence. Celebradas las elecciones municipales y autonómicas que tuvieron lugar en España el pasado 25 de mayo, todavía siguen los partidos políticos haciendo las cuentas, con un común denominador: todas las opciones en juego se han declarado inapelablemente ganadoras, acaso con la excepción de aquellas candidaturas que no han sacado un solo escaño. Mas, aquel que haya concebido los comicios y su conclusión en términos de victoria propia y de derrota del adversario, ése en política democrática está perdido, al menos mientras no se frene y cambie de orientación.
Las fuerzas políticas de izquierdas ya tenían diseñada su estrategia desde
hacía meses como una ofensiva unida sin cuartel contra el Gobierno de Aznar. Según dicta el bando “progresista”, se trata de impedir a cualquier precio que el Partido Popular acceda a las instituciones, pactando para ello con el diablo, si ello fuese necesario. Para mayor escarnio, acompañan esta acción excluyente y sectaria, que ellos en parte han provocado, con esta chanza: el PP está solo, no tiene quien le escriba ni apenas nadie con quien pactar. A este juego sucio se suma con oportunismo alguna fuerza regionalista, que busca beneficiarse de la jauría desatada para ganar así alguna pieza.
En democracia es importante aprender a perder y a ganar, en justa aplicación de lo que resulta de las urnas, sin rencor y sin timidez, respectivamente. Esto es obvio, pero algo que se olvida bastante últimamente, tal vez porque se ha interiorizado irremisiblemente la tenebrosa dialéctica guerracivilista, de vencedor y vencido hoy revitalizada, según la cual la derecha de hoy la conforman los herederos políticos de los vencedores del 39, mientras las izquierdas, son y serán por siempre los “vencidos”, y, por tanto, en revolución pendiente y en permanente busca de reparación. Todo esto es cosa tremenda que no se había percibido en el espacio democrático de la política y de los medios desde la Transición.
En estos días de pactos postelectorales, hay bienpensantes que denuncian la inmoralidad de quienes bajo el empuje del frenesí y la frenopatía, se inspiran para ese fin en el revanchismo y la ratería, recordando a sus ejecutores que las elecciones castigarán su felonía. Pero, ¡si acaban de celebrarse comicios! Y, por otra parte, ¡qué más les da a algunos ganar o perder las elecciones, si de un modo u otro piensan hacerse con el poder! ¡Si con el 7 por ciento de los votos, por ejemplo, un grupo radical y antisistema, como es IU, conquista la vicepresidencia de la Comunidad de Madrid y el 50 por ciento de su presupuesto, con la colaboración del PSOE, y con poco más del 5 por ciento, se elevó al Gobierno vasco, bajo la protección de PNV-EA, al objeto de dar cuerpo de delito al espíritu “nacional-comunista abertzale” (Valentí Puig) de signo expansionista y desestabilizador!
¿Es que algunos no piensan renunciar jamás a todo lo que alguna vez han perdido y aprender a ganar cuando les corresponda y lo merezcan? ¿Creen sinceramente los socialistas que merece la pena radicalizar la vida política española, crispar la sociedad civil y dañar las instituciones por un puñado de votos forzados, de los que, después de todo, van a beneficiarse comunistas hostiles, regionalistas resentidos, independentistas extemporáneos, entre otros? ¿Compensa irse con cualquiera sólo por molestar a Aznar y, por ende, agradar a González?
Que recuerden, si ello les place, lo que escribió el filósofo hispano-romano Marcial hace casi dos mil años: “A quien nada le parece malo, ¿qué puede parecerle bueno?”