La semana pasada les hablé de la presentación del libro de Jorge Semprún (en adelante J.S.) que lleva el título que hoy doy a mi crónica, pero como todavía no lo había leído, se me deslizó un gazapo. Y es que mencioné a Emilio Lledó (presentador, entre otros, de aquel acto) como uno de los protagonistas de la novela. Pues no, ahora que la he leído he descubierto que me equivoqué. Cuando Lledó refirió que J.S. había inmortalizado su encuentro en la Cervecería Alemana de la Plaza de Santa Ana, en el verano del 56, se estaba refiriendo a otro escrito cuya mención se me escapó entonces, equivocándolo con el que nos ocupaba. Como recordarán, Lledó estuvo en aquella ocasión hablando del origen de la democracia en Grecia con una persona que le habían presentado como Federico Sánchez, sin sospechar que este último era en realidad el futuro escritor Jorge Semprún el cual, desde entonces y para siempre, asociaría la palabra “Grecia” —e incluso la noción de democracia— con la Plaza de Santa Ana, por ese mecanismo tan infantil (o si prefieren tan literario) que tiene la memoria de relacionar las cosas. Sin embargo, el otro día había en la sala otros espectadores que luego descubriría yo como protagonistas de la novela, como por ejemplo Javier Pradera, pero entonces yo no lo sabía. También aparecen en ella, sin la menor tergiversación, personajes de talla internacional (Hemingway, Domingo Dominguín, etc) y otros de índole más casero como Antonio López Campillo, Gabriela Sánchez Ferlosio, mujer de Pradera en aquella época, presentada como “rubia extremeña” lo que debe de ser una manera de decir que iba teñida, el propio Ferlosio, tal cual es, Clemente Auger, en fin, toda la basca. Que conste que ni censuro este procedimiento ni me resulta ajeno, pues yo misma lo he utilizado, casi con las mismas personas, incluido J.S., en Nadie dijo que fuera fácil. Por eso puedo decir bien alto que es la cosa más sencilla del mundo, y un truco muy resultón para dar verosimilitud a lo narrado.
La lástima es que JS (quien por cierto estuvo espléndido durante la presentación del libro, sobre todo cuando emendó la plana a Ridao) no haya mantenido ese mismo rigor para otros detalles que también sirven para lo mismo, pues por muchos poderes omínmodos que tenga el novelista y por mucho que se parezca a Dios, no es lo mismo inventarse una historia más o menos inverosímil, como la que él se inventa —y para lo que, efectivamente, tiene todos los privilegios— que sacarse de la manga una serie de detalles de la vida cotidiana que demuestran lo poco que conocía a esa España a la que pretendía salvar. Más interpretados que inventados, dichos detalles están aderezados además con esos comentarios irritantes del español que, como decía Pedro Salinas en un pareado genial “se daba tanta importancia/porque venía de Francia” (o al revés, no sé, pues cito de memoria) y va mirando todo por encima del hombro, con una mezcla de ternura y conmiseración. Para que se hagan una idea, el libro de cabecera del hispanista americano que cuenta la historia es el Viaje por España de Théophile Gautier, y ya sé que es un detalle nimio, pero el citado hispanista se las arregla milagrosamente para llamar a su madre por teléfono directamente a California desde el hotel sin pedir conferencia ¡en 1956!; a no ser que yo haya leído mal y, en esa constante oscilación espacio temporal a la que nos tiene acostumbrados dios J.S. estuviera refiriéndose al presente; pero no, lo he leído dos veces y no es así porque en esa misma conversación la madre del hispanista —que tiene una memoria de elefante y habla a su hijo “con nostalgia” de la llave de la antigua casa de Toledo, pues es de origen sefardita— hace unas reflexiones que no me resisto a copiar (pág. 27 de la edición del Círculo de Lectores):
“Raquel Leidson nunca había estado en España. A Sefarad sólo iré, solía decir, cuando sea un país libre. Tendrá que morir antes el general Franco. Quizá no me dé tiempo, pues los caudillos suelen llegar a ancianos en nuestras historias. Tal vez sea el clima del altiplano madrileño, tan grato para los supervivientes, añadía; tal vez el agua de Lozoya , o el jamón de Jabugo, pero el caso es que nuestros caudillos acostumbran a llegar a viejos”.
Como verán son fruslerías, pero es precisamente el cuidado del detalle superfluo lo que enaltece a la literatura, como sabían perfectamente Gógol, Nabókov y Galdós. Respecto a la “historia” (la de una familia bien que durante veinte años y un día —el tiempo máximo de las condenas durante el franquismo— conmemora todos los 18 de julio el asesinato de uno de sus miembros por los braceros de la finca) en sí misma considerada no es nada del otro mundo, aunque está sabiamente aderezada con un toque de erotismo y de referencias pictóricas y literarias que le proporcionan al lector la seguridad de estar leyendo literatura de calidad. En cuanto a su ambición política, el propio JS la dejó muy clara al relacionarla, en alguna entrevista y en el propio acto de presentación, con otras novelas que se están “contando” en la actualidad, como puedan ser las de Javier Cercas o Dulce Chacón, cuya deliberada o tonta tergiversación de la historia está, me parece, muy por debajo de lo que él pretende, pero deja muy claro lo que algunas personas consideran que hay que rescatar del olvido. No me extraña que JS haya decidido dedicar este loable esfuerzo por embellecer el pasado a los “buenos comunistas”, acostumbrados a manipular y a ser manipulados desde siempre, hasta que se les acabó la cuerda gracias, entre otras cosas, a sus “propias contradicciones internas”, perfectamente retratadas —y este es el gran logro, no descarto que deliberado— en esta novela.