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UN LIBRO DE STANLEY PAYNE

Unión Soviética, comunismo y revolución en España

El libro de Stanley Payne resulta muy clarificador para entender la Guerra Civil y resulta fundamental para la comprensión de esta y de la misma II República. Sus aportaciones ayudarán a eliminar la pertinaz y voluntaria ceguera al respecto, impuesta durante tantos años.

El libro, de Radosh y otros, España traicionada dejó en evidencia –una vez más– la absurda falacia de convertir a Stalin en adalid de la “república” abandonada en cambio por las democracias reales. Aunque casi nadie osa hoy enaltecer a Stalin, ese discurso, de inspiración soviética, sigue manteniéndose por la mayor parte de los historiadores “progres” –a quienes bien podría denominarse neostalinianos– si bien sustituyendo la figura del tirano soviético por la de Negrín, que tras unas décadas de olvido ha vuelto a gozar de gran predicamento.

Negrín fue, indiscutiblemente, el hombre de Stalin, valedor de la estrategia soviética que prolongó una guerra perdida, aumentando innecesariamente las víctimas y que, no contento con esto, pretendía resistir hasta meter a España en la guerra mundial, lo cual hubiera multiplicado por dos o tres las víctimas ya muy numerosas del enfrentamiento civil. Tales designios, siguiendo en esto a Alcalá-Zamora, a Azaña y al sentido común, sólo cabe calificarlos de funestos por no decir criminales, y sin embargo resultan muy del gusto de la historiografía “progresista”, tan escandalizada en cambio por las víctimas del franquismo.

Cuando salió el libro citado, que con documentos secretos soviéticos destruye buena parte del montaje historiográfico neostalinista, creí que los historiadores de esa tendencia, hoy predominantes incluso en publicaciones de derechas, se verían en serios aprietos para digerirlo. Pues nada de eso. Lo han liquidado tranquilamente mediante una combinación de displicencia, interpretación forzada de sus datos y descaradas tergiversaciones. ¡Un modelo de rigor y honradez intelectual! Y ahora aplican el mismo bicarbonato al libro de Stanley Payne Unión Soviética, comunismo y revolución en España, publicado recientemente por Plaza y Janés: algunas reseñas insustanciales que eluden cuidadosamente la cuestión principal implicada.

Como señala Payne, “Realmente no tiene excusa el modo en que los historiadores han malinterpretado y tergiversado persistentemente durante más de sesenta años la postura comunista” (p. 182). En verdad, no era difícil un elemental análisis crítico, distinguiendo entre la propaganda exterior comunista, deliberadamente ambigua o engañosa, y los principios reales e internos de esa política, expuestos con claridad meridiana en sus documentos. Pero ese análisis ha resultado tarea excesiva para esos historiadores. ¿Por mera incapacidad intelectual? Podríamos creerlo si no fuera porque esos mismos intelectuales, tan aparentemente ciegos, han derrochado energías para descalificar como “franquistas” o “fascistas” las aclaraciones sobre la política real de la Comintern. Ha sido, pues, y sigue siéndolo, una actitud deliberada por parte de los progres neostalinianos, y dentro de ella entra el semivacío hecho a la obra de Payne, como a las de Radosh, R. de la Cierva, C. Vidal, Martínez Bande y tantos otros.

“Para el gobierno soviético, la Comintern y los comunistas hispanos –señala Payne– lo que realmente se estaba dando en la zona republicana no era la democracia burguesa que todos ellos proclamaban con fines propagandísticos en el ámbito internacional, sino la democracia de nuevo tipo, exclusivamente izquierdista, o estadio superior de la revolución democrática, la república popular proclamada por la doctrina frentepopulista en 1935 y por la política soviética en cierto nivel desde 1924” (p. 182). Sin entender este aspecto fundamental, la historiografía se degrada en propaganda, y eso es justamente lo que ha venido ocurriendo a lo largo de tantos años.

El PCE fue un partido revolucionario, aunque su táctica no concordara con la de otros revolucionarios, en especial los anarquistas, y lo era ya antes de recomenzar la guerra en julio del 36. “Los historiadores –aún muy numerosos– que siguen describiendo al PCE como una fuerza moderada sencillamente no han prestado atención a las propias políticas del partido, claramente anunciadas” (p. 373). En verdad, resultaría muy instructivo, y algo cómico, comparar los documentos y actos comunistas de preguerra con su omisión tosca y sin embargo exitosa, por parte de tantos historiadores.

Determinar con claridad el carácter de la política comunista es absolutamente clave para entender la Guerra Civil, pues esa política fue un elemento decisivo, por no decir el decisivo, de la contienda en el bando izquierdista tanto por la fuerza alcanzada por el partido como por la tutela soviética sobre el Frente Popular. Los comunistas querían construir una “democracia popular” al estilo de las impuestas después de la guerra mundial en numerosos países del este europeo. ¿En qué medida lograron su propósito? Payne estima que, aunque alcanzaron un predominio militar y policial, y con Negrín, también un predominio político, “La Tercera República continuaba siendo un estado soberano, y no un mero satélite de la Unión Soviética” (p. 387).

No estoy muy seguro de que pueda llamarse soberano a un estado tan dependiente de la URSS en su suministro de armas, gracias a la entrega del oro español, y en el que ningún partido, fuera del comunista, tenía algo parecido a una estrategia o una política de mediano alcance. El PCE era el único que sabía realmente lo que quería y se había trazado un plan para conseguirlo… al servicio de Stalin, no de España. Los demás izquierdistas le temían, a menudo le odiaban, pero no tenían otra alternativa que seguirle, eso sí, entre constantes quejas, maniobras y sabotajes. Negrín era explícito cuando informaba a Stalin sobre tales zancadillas, lamentando que “aún” no había llegado el momento de ajustar cuentas a los díscolos. Pero eran sólo díscolos, no llegaban a rebeldes. En definitiva sólo podían optar por Stalin o por Franco, y, como se sabe, terminaron decidiéndose por Franco, mediante la rendición incondicional.

Un rasgo de la historiografía sobre nuestra guerra, que muestra cuánto la condiciona la propaganda, es el uso de los términos “república” y “republicanos”, identificando a un bando con el régimen instaurado en 1931. Payne, desde luego, no cae en esa trampa. En febrero de 1936 la victoria electoral del Frente Popular, es decir, de los mismos partidos alzados contra la legalidad democrática en octubre del 34, ponía a la república en trance de rápido hundimiento, y así ocurrió en los meses siguientes. Al alzarse a su vez la derecha, en julio, y repartir la izquierda armas a las masas, se derrumbó lo poco que quedaba de la república de abril del 31.

¿Cómo llamar al régimen reconstruido sobre esa ruina en la zona izquierdista? Payne, siguiendo a Bolloten, lo denomina “Tercera República”. “Esa República revolucionaria de la Guerra Civil constituye un tipo de régimen único que no tiene equivalente histórico exacto”. Así es, desde luego, aunque quizás la dificultad de caracterizarlo obedece en buena medida a que no llegó a estabilizarse, razón por la que, por mi parte, he preferido llamarle “Frente Popular”, sin más. Iba camino de convertirse en una “democracia popular” al estilo de las de Europa del este, pero el proceso no llegó a culminar. El régimen se caracterizó por una ardua lucha interna entre sus principales fuerzas, anarquistas, socialistas de distintas tendencias, comunistas y, en menor medida, los viejos jacobinos, y los nacionalistas catalanes y vascos. Mezcla tan explosiva sólo pudo mantenerse, y con dificultad, gracias a la presión del enemigo común y a la política comunista-soviética… pero es de lo más significativo que terminase en una guerra civil dentro de la Guerra Civil.

Para Stalin, observa Payne, la guerra española fue una buena inversión, pese a la derrota. “Desde una perspectiva financiera, la empresa no le costó nada a Stalin. De hecho, y dada su deshonesta contabilidad, es posible que incluso obtuviera beneficios económicos. Además, la relación entre medios y fines se abordó de manera sumamente eficiente. Prácticamente sin coste alguno, sin emplear nunca a más de 3.000 militares y personal relacionado, y con una pérdida en vidas humanas inferior a 200 (poco menos que insignificantes desde el punto de vista de Stalin), la URSS ayudó a prolongar la resistencia republicana durante dos años y medio, lo que permitió a los comunistas alcanzar una posición predominante que, aunque incompleta, no tuvo entonces ni tendría en el futuro parangón en ningún otro país de Europa occidental” (p. 390).

No debe olvidarse que, después de todo, “la URSS fue la única potencia que había estado interviniendo sistemáticamente en los asuntos españoles antes del inicio de la Guerra Civil, manejando su propio partido político dentro del país y, finalmente, alcanzando cierto éxito en ello” (165). El libro de Payne es el más clarificador escrito hasta la fecha sobre un tema tan fundamental para la comprensión de la guerra y de la misma II República. Sus aportaciones ayudarán a eliminar la pertinaz y voluntaria ceguera al respecto, impuesta durante tantos años.
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