Es indudable que la trayectoria intelectual del autor, su valiente defensa en el País Vasco de una libertad que peligra, la destreza ocasional de sus argumentos y la misma pregunta que da pie a la obra, invitan a la lectura. Existe también, por lo menos en mi caso, un interés algo morboso por conocer si la interpretación que Savater hace de lo que algunos consideramos como el atributo esencial del hombre se acerca más a la concepción individualista y liberal o se queda en esa visión socialista o socialdemócrata de la libertad que sólo se entiende dentro de las pautas y los derechos sociales, y que termina siendo su propia negación. Tengo que reconocer que el discurso que vertebra la obra me ha sorprendido porque, en lugar de avanzar por uno u otro enfoque para que todo resulte coherente, empieza defendiendo una visión que bien podría suscribir una libertaria como Ayn Rand y termina, sin embargo, en los brazos de un líder de la antiglobalización como Zygmunt Bauman. El valor de elegir deja igual sabor de boca que muchos artículos del mismo autor, en los cuales, tras defender a rajatabla la política antiterrorista del PP y criticar sin contemplaciones los rancios izquierdismos, acaba con alguna declaración que no ponga en duda su intachable pedigrí de “progre”.
El autor desarrolla todo un tratado de praxeología al defender la condición práctica (práxica) del hombre, inspirándose para ello en Arnold Gehlen sin citar nunca a Ludwig von Mises. La “acción humana” libre, racional, transformadora de la realidad y basada en un conocimiento deficiente es el punto de partida y la esencia del hombre. “La acción —dice— origina al ser humano”. Pero la condición activa está sometida a incertidumbres, sin dejar de ser por ello el individuo responsable, lo que le obliga a denunciar más adelante “cierta tendencia contemporánea a descargar a los individuos de sus responsabilidades negativas, cargándolas a cuenta del sistema social”. Cuando Savater asegura que la elección libre y responsable es una necesidad esencial de la que depende nuestra supervivencia como individuos y como especie, parece que está defendiendo una naturaleza humana basada en la ley y en el derecho natural como hicieron los escolásticos de la Escuela de Salamanca y como contemporáneamente han defendido liberales radicales como Rand, Rothbard o Nozick.
El filósofo sigue avanzando por el camino del individualismo cuando dice que, aunque el sujeto ya cuenta con una programación básica y orgánica en cuanto ser vivo, el hombre debe autoprogramarse como humano, pudiendo así superar una casi ausencia de especialización. Continúa con esta antropología individualista al asegurar que lo que motiva nuestras acciones es la necesidad de cumplir con el plan de vida que elegimos y que en gran medida está determinado por el conocimiento de lo que somos y de la realidad que nos rodea. Y haciendo una clasificación prioritaria de las motivaciones que conforman este plan de vida, cita en primer lugar las necesidades materiales básicas y secundariamente las afectivas, luego los deleites de lujo y derroche, para dejar en los últimos puestos los compromisos establecidos, los deberes familiares y laborales, los proyectos innovadores y transformadores, y los experimentos culturales y artísticos. Ni Alexis de Tocqueville, ni Bernard Mandeville, ni mucho menos Adam Smith, cuando habla del propio interés que guía al carnicero y al panadero, son tan claros defensores del lucro como principal motivador de la acción humana. Al menos estos autores destacan los efectos beneficiosos que la ambición personal puede tener para el conjunto de la sociedad.
La búsqueda de la esencia de la libertad que Savater emprende en esta obra se empieza a torcer en el capítulo cuarto, cuanto defiende una ética relativista que resulta contradictoria con una ley natural y objetiva que parecía sostener al inicio. Ahora, en lugar de apoyar que el bien y el mal son anteriores al orden social y que proceden por tanto de la misma esencia del hombre como individuo libre y responsable, descarta esta visión como “absolutista” y quedan entonces “lo bueno y lo malo según qué (o quién) y según para qué (o para quién)”. O sea, que el juicio moral sobre la esclavitud depende de quién o de quienes sean los amos o los esclavos, o a qué consecuencias lleve este sistema.
Pero la decepción definitiva llega cuando Savater trata las instituciones de la libertad y solamente se acuerda de las que el hombre crea como ser social, porque “la sociedad —dice— es nuestra prótesis básica para luchar desde la libertad contra el destino”. Cita entonces las leyes, las costumbres, las técnicas y el lenguaje, en cuanto que son instituciones creadas en sociedad, pero no menciona en ningún momento la propiedad porque, al emanar de la acción humana individual, parece que no tiene importancia para él.
“La primera y fundamental obra maestra de la libertad humana —dice Savater— es la norma social, la pauta de nuestra colaboración y nuestro contrato de protección mutua asegurada”. La frase marca el erróneo camino que el autor toma desde este momento ¿Pero no habíamos quedado en que la acción humana individual y libre es lo que origina al hombre? Según Savater, resultaría entonces que Robinsón Crusoe no puede realizar ninguna acción libre hasta que no aparezca Viernes ¿No es acaso una obra maestra de la libertad humana el que Crusoe tenga “el valor de elegir” la conservación de su propia vida?, ¿que mezcle luego su trabajo con la tierra para apropiarse del fruto de su esfuerzo y que, finalmente, colonice y se haga dueño del terreno que cultiva? Sospecho que a Savater se le puede aplicar el diagnóstico que formuló Lord Acton: “Si no se conoce la institución de la propiedad privada se está condenado a no saber jamás lo que es la libertad”.
No es extraño que el autor termine con una conclusión desoladora que copia de un enemigo de la libertad como es Bauman: “Ser libre significa tener el permiso y la capacidad de mantener a otras personas como no libres”, juicio que aplica no sólo a los regímenes coloniales y totalitarios, sino también al capitalismo globalizado. Dice Savater que ha aplazado durante muchos años la respuesta a la pregunta central que se plantea en el libro. Me temo que debe seguir buscando la contestación.