Sin embargo, lo único que no se entiende es que el reproche más repetido a dicha labor opositora haya sido la supuesta infidelidad al liberador de 1944. Como si 60 años después, un Estado tuviera que seguir condicionado en su política exterior por el eterno agradecimiento debido a los EEUU. Sin duda se podrá criticar con base a otros motivos, pero no por lo que sucedió entonces. La gran ventaja intelectual de la guerra fría consistía en que, a la vista de la rotundidad de los valores en juego, la supervivencia de un mundo libre, cualquier intervención que pudiera relacionarse con dicho fin último estaba legitimada. Con el desmoronamiento de la amenaza socialista, la valoración de la necesidad de un conflicto exigirá un esfuerzo añadido mucho más complejo.
Pero a la hora de fiscalizar la posición gala, el argumento más repetido ha pasado por imputar esa deslealtad histórica. Una vez tras otra se ha metido el dedo en esa herida abierta que pervive en el subconsciente de todo francés decente. Sirva de botón de muestra el admirado Ussía que, por dos veces, ha repetido en su columna de ABC algo así como que murieron más americanos por Francia que franceses. El que estos últimos sufrieran un tercio más de bajas es un dato objetivo que, sin embargo, se ha difuminado con el paso de los años.
Por todo ello, desde un perspectiva puramente histórica recobra una actualidad bastante sabrosa repasar las relaciones de De Gaulle con los americanos, al mismo tiempo que hermanadas en el combate común, tormentosas en lo político. Cuando Roosevelt entra en la guerra europea, se encuentra con un general de brigada que se erige en la encarnación de Francia. Nada más abominable para un racional y ordenado demócrata del nuevo continente.
Desde el primer día, los indisimulados esfuerzos del presidente y de Eisenhower irán dirigidos a tratar de situar a un sustituto a la cabeza de los “franceses libres”. Darlan, asesinado por los propios gaullistas, y Giraud, autoeliminado por su impericia política, fueron los candidatos con más posibilidades. Y es que cuando los anglo-americanos desembarcan en Argel, De Gaulle lleva ya dos años combatiendo en el norte de África, e incluso aportando a la causa aliada éxitos como los de Kufra o Bir-Hacheim (esta facilitó la posterior contraofensiva de El Alamein). Con ello, ha consolidado en el corazoncito de sus compatriotas lo que en Teoría del Estado se llamaba la legitimidad carismática, por oposición a la democrática, y que solo sirve en momentos de especial zozobra como la sufrida por Francia en 1940.
El liderazgo de “le vieux Charles” estaba ya tan consolidado que, incluso los cargos nombrados por Washington, dimitieron y se alistaron en las filas gaullistas como simples soldados. Así las cosas, cuando De Gaulle llega a Argel en 1942, el mando aliado silencia y censura la noticia de su llegada con los que nadie viene a recibirle. Incluso llegan al extremo de prohibir la entrada del territorio argelino a las unidades de la cruz de Lorena que tan decisivamente habían luchado en Libia y Egipto con Montgomery, para que los jóvenes de la colonia dejaran de alistarse en ellas.
A partir de aquí, las relaciones con el tutor americano alternarán la absoluta dependencia de su proveedor en material de guerra, con una rebeldía exteriorizada en cada nuevo frente, y que será percibida como traición al otro lado del atlántico. Consolidado en el poder a través del Comité de Liberación Nacional, en la campaña de Italia De Gaulle se niega a enviar a ni un solado hasta que se le garantiza voz y voto en la administración de los territorios a conquistar. Asegurado de su participación envía tropas que llegaron a suponer un tercio de las presentes en la península. Ya en los combates de Túnez los franceses habían aportado el mayor contingente. Su aura ante sus futuros gobernados se termina de cimentar cuando sus hombres, a las órdenes Juin, desbordan la línea alemana, rompen el frente de Monte-Cassino y abren del camino a Roma.
Sin embargo, estos antecedentes seguían sin cautivar a Rooseveelt que sitúa siempre a las divisiones francesas en zonas de intervención lo más lejos posible de núcleos de poder, que conlleven influencia política en las postguerra. Si no hubo más franceses en Normandía, fue por que las playas del desembarco estaban demasiado cerca de París, e incluso del corazón industrial de Alemania. A cambio se prefirió hacerlas actuar en los desembarcos de Provenza.
A fin de cuentas los americanos tuvieron razón puesto que a la única división blindada francesa a la que se permitió desembarcar por Normandía, la 2ª D.B. de Leclerc, le faltó tiempo para salir a la carga y liberar París. Como magistralmente relataron Lapierre y Colins, la tesis de que Ike hizo ese regalo a De Gaulle no se tiene en pie. Su plan de operaciones era rodear la capital para no perder tiempo, hombres y combustible y dejarla caer como fruta madura. Por el contrario, la entrada fulgurante de lo tanques franceses, entre los que estaban los españoles del Regimiento de Marcha del Chad, garantizó definitivamente la coronación de De Gaulle, y desbarató el proyecto americano de un administración provisional similar a la de un país vencido.
Llegados a la batalla en territorio alemán, el nuevo gobierno francés tras movilizar a las quintas de 1940, 41, 42, y 43, aporta casi un millón de hombres que supondrán uno de cada cuatro para el asalto final. Uno de cada tres prisioneros alemanes ya había sido hecho por sus unidades. Sin embargo, de nuevo se les sitúa por el mando conjunto en el extremo este de la línea de invasión, lo más lejos posible del Rhur. A pesar de ser los primeros en mojar sus banderas en el Rhin, la decepción llega cuando el mando aliado les asigna únicamente una misión defensiva de cobertura del flanco, y frustra cualquier sueño de zonas de ocupación.
Sin embargo, el azar favorece a De Lattre, jefe del 1er ejercito francés, cuando los americanos flaquean en el sector del Mosela. Los alemanes habían constituido un inexpugnable núcleo defensivo en la zona de Treveris-Sarrebruck-Lauteburg que se resistía peligrosamente al empuje del general Patch. Esta crisis del frente hizo que se llamase al 2º Cuerpo de Ejercito francés de Montsabert que, para variar, protagonizó una nueva espada por tierras de Palatinado en dirección al Wurtemberg. Esta cabalgada le llevó hasta Stuttgart que tomó al asalto contraviniendo órdenes expresas y tajantes del mando aliado. La tensión llegó hasta tal punto que solo la intervención directa del recién llegado Trumann sirvió para evitar un choque entre aliados. En su entusiasmo, aquellas unidades llegaron hasta Austria, pasando por el simbólico Berchtesgaden, el nido del águila de Hitler. A cambio, Francia negoció las ansiadas zonas de ocupación que permitieran vigilar la otra orilla del Rin, y de alguna manera el tan traído asiento permanente en el Consejo de Seguridad.
Dicho con otras palabras, el derecho de veto no fue un regalo sino que respondió a una premeditada voluntad política, apoyada por un esfuerzo militar proporcional a dicha meta. Siguiendo la misma lógica que aplicaron los ingleses con Churchill, los franceses acabaron por relegar provisionalmente de la arena política a De Gaulle. Este pasó su particular travesía del desierto en Colombey donde escribió sus memorias. Al igual que el viejo león inglés, su relato sobre la contienda coincide en una línea argumental obsesiva; recordar hasta la saciedad su aportación de tropas y muertos al combate por la liberación de Europa, como moneda de cambio a la influencia en la futura reconstrucción del continente.
Cuando vuelve a la escena, Francia todavía no ha levantado cabeza del mazazo psicológico sufrido por la traición americana en Suez. Recuperado militarmente el control del canal de manos de Nasser, los anglo-franceses se encuentran con que el aliado al que habían servido fielmente desde 1945 les desautorizaba frente a la ONU y a los propios soviéticos. Exactamente a la inversa de lo sucedido ahora con Irak. Kissinger ha contado con fina ironía en su monográfica Diplomacia, el error de su Departamento de Estado que tendía a confundir a cualquier líder independista del tercer mundo con George Washington. Solían olvidar que normalmente se trataba de tiranos que ejercían de subcontratistas del pacto de Varsovia en la zona. Esta afrenta es la bisagra en las relaciones franco-americanas que ya no volverían a ser las mismas.
La suerte que siempre acompaña a los hombres de éxito le vuelve a sonreír cuando, recién aterrizado, Kruchtchev desata la crisis de Berlín. Frente al ultimátum soviético, el ya viejo general sorprende al mundo apoyando a Adenauer, y haciendo casus belli, nunca le faltó audacia, del reconocimiento de la RDA que MacMillan y Eisenhower ya estaban dispuestos a negociar. Aquí, y no en 1963, es cuando se germina el eje franco-alemán.
Sobre Kennedy, sus colaboradores (Sallinger y compañía) han contado que se habría dejado influir por De Gaulle para que abandonase el avispero indochino. Los mismos nos han transmitido la sorpresa del joven presidente, al recibir de París la primera llamada de apoyo durante la crisis de Cuba. Sin embargo, la concepción de “grandeur” que apuntaba el Eliseo, no aceptaba el sometimiento de efectivos franceses a mando americano. Las relaciones se agriaron radicalmente con la llegada de Johnson. Comparado con aquel periodo, lo de ahora es un mar en calma chicha. La salida de la estructura militar de la OTAN y la imagen de los GI abandonando las bases en territorio galo dejó cicatrices nunca cerradas. La acritud llegó a su paroxismo en el discurso de Phnom Penh de 1968, al declarar en un estadio abarrotado que los americanos nunca ganarían militarmente la guerra de Vietnam. En pleno conflicto fue una puñalada trapera en la espalda de un amigo. Tampoco era muy coherente en la medida en que el propio general había apoyado la misma intervención francesa en los años 50. La relación bilateral se recondujo con Nixon, quien incluso dijo haber seguido su consejo de visitar la China de Mao.
Este relato puede servir para entender el origen de los referentes de la actual política gaullista reclamada por Chirac. Verdaderamente, a estas alturas la única seña de identidad de una supuesta ideología heredera del general pasa por la política exterior. Por lo demás, uno se siente incapaz de encontrar en que se diferencia del resto de formaciones del centro derecha francés.
Significativamente, una de las voces más discordantes ha salido de su patronal, muy preocupada por el futuro comercial de las empresas galas. En conclusión, el debate sobre la posición defendida en el Consejo de Seguridad por De Villepin debe ceñirse a los equilibrios de poder actuales. En el caso español, la adhesión intelectual al nuevo rumbo de nuestra política exterior, no justifica deslegitimar la doctrina francesa simplemente con base a acontecimientos que sucedieron hace casi 60 años. Habrá que hacer un esfuerzo añadido más complicado.
Si a esto se une que quien suscribe lleva en su sangre un cocktail genético franco-español, el boleto para la esquizofrenia está garantizado.
EL "NIET" DE CHIRAC
Una defensa de Francia
Una de las novedades más inquietantes que ha traído la segunda crisis del Golfo ha sido la virulencia verbal con la que los aliados de toda la vida se han tirado los trastos a la cabeza. Al tiempo que la posición española ha destacado por su novedosa responsabilidad y coherencia, el “niet” hasta el final de Chirac ha sido otra de las sorpresas más inesperadas.
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