A finales de 1962, en un restaurante que lindaba con el Teatro de Lutecia (hoy desaparecido), cenaba yo con los actores de la obra El pensamiento, que había muy libremente adaptado al francés, y que, dicho sea de paso, fue un éxito, pero me temo que se debió mucho más a Laurent Terzieff, actor principal y director escénico, que al autor, Leonid Andreiev. Pues bien, estábamos cenando en ese restaurante de la calle Jussieu, entonces enfrente de la Halle aux vins, hoy de la Facultad de Jussieu, que tiene eternos problemas, cuando alguien murmuró: “Elia Kazan se ha sentado en la mesa de al lado”. Y todos los actores se pusieron a temblar de emoción: ¡Kazan! ¡Hollywood! El tranvía ese con Marlon Brando y, si por milagro, abre su mágica maleta y nos lleva, nos viola, nos contrata para Hollywood... Yo, que según Javier Pradera soy tonto y envidioso (¿tonto? Menos que él en todo caso; y ¿envidioso? ¿de quién? Son tantos que hace tiempo que me he cansado de envidiar a nadie), pero que seguía siendo, y eso lo digo yo, un imbécil progre, quien por esas mismas fechas me había alistado al Frente de Liberación Popular, dirigido por Julio Cerón y Santiago Carrillo, consideré, como muy audaz, declarar en voz alta que Kazan se había portado muy mal ante la “Comisión de actividades antiamericanas”. ¡Cállate! ¡Cállate! que sabe francés, me suplicaron los actores, soñando con el becerro de oro hollywoodiano. Elia Kazan, demostrando curiosidad profesional, cenó solo en ese restaurante popular, asistió a la función y luego se fue al camerino de Terzieff, con quien intercambió, por lo visto, yo no estaba, algunos piropos.
Muchos años después, a principios de los noventa, si no me falla la memoria, Kazan estaba invitado a una emisión literaria de la televisión francesa, dirigida por Bernard Pívot, con motivo de la traducción de ya no recuerdo cuál de sus libros (tampoco fue un gran escritor) y, evidentemente, ese franchute progre, volvió sobre el “maccartismo” de los años cincuenta. Kazan, tan tranquilo, declaró que la Historia le había dado razón, que el comunismo fue un totalitarismo monstruoso, algo que prácticamente todo el mundo reconoce ahora, y si Pívot esperaba un desgarrado mea culpa del “leproso” no lo obtuvo.
Algo parecido ha ocurrido con George Orwell, o sea que si fue anticomunista no podía ser más que nazi, o al menos agente del Intelligence Service. En una carta privada a una señora, Orwell escribe que muchos son los que se hacen ilusiones sobre la URSS y que algunos de los nombres que cita en dicha carta son comunistas ocultos o simpatizantes. Esta carta personal sigue alimentando los infundios sobre los lazos de Orwell con la Intelligence Service. Resulta imposible ser anticomunista sin ser espía, chivato, o algo peor, aún hoy. (Dicho sea de paso, en ciertas circunstancias, a mi me hubiera encantado tener lazos con la Intelligence Service).
El movimiento obrero norteamericano se conoce poco y mal en Europa y eso se explica porque hace decenios que es abiertamente anticomunista. No fue siempre así o, al menos, no con la aplastante mayoría de hoy. Si el PC yanqui siempre fue una secta ultraminoritaria, a principios del siglo XX, y luego con el estallido de la “revolución bolchevique”, los marxistas, para llamarlos de alguna manera, tuvieron cierta influencia en círculos intelectuales, pero también en los sindicatos. Basta con leer las novelas sobre aquel periodo de John Dos Passos para percatarse de que en seguida, o sea, por los años treinta, los comunistas yanquis en el movimiento obrero se dividieron entre “trotskistas” y “estalinistas”, para desaparecer de ese movimiento poco después. El propio Dos Passos pasó velozmente por el marxismo, pero con más talento en sus obras que Kazan, a mi modo de ver, y rompió antes. Fue nuestra guerra civil la que le convirtió definitivamente en anticomunista furibundo.
Llega la II Guerra Mundial y todo Hollywood se moviliza, incluso antes de que los USA participaran en la guerra, en contra del nazismo y a favor de todos los “antifascistas”, incluyendo a la URSS. Guionistas, actores, directores, productores, participaron, por lo visto, entusiasmados en la propaganda a favor de la entrada de su país en la guerra, y luego en la exaltación de esa misma guerra. La serie “Por qué combatimos” constituye un buen ejemplo. Pero si se ven hoy las películas de propaganda prosoviética realizadas en ese periodo en Hollywood dan risa. Una risa triste, pero risa. Después de la victoria aliada, con la ocupación militar soviética de Europa del Este, el triunfo comunista en China (1949), la guerra de Corea (1950), etcétera, el peligro comunista se hace evidente para el presidente Truman, y luego, más o menos clarividentemente, para otros presidentes, para columnistas políticos, para buena parte de la opinión pública y, tajantemente, para los sindicatos norteamericanos, los cuales, saliendo por primera vez de su torre de marfil corporativista, subvencionan iniciativas anticomunistas en Europa.
Esa toma de conciencia política del peligro totalitario, más consecuente, pese a todo, en los USA que en Europa, no llegó fácilmente a las mentes de escritores, actores, directores de cine, universitarios, etcétera. Los unos porque eran y seguían siendo fanáticos marxistas-leninistas, aunque fueron cada vez menos, porque como Kazan, como Odets, muchos iban abandonando los oropeles de extrema izquierda; los otros, por tontería o ingenuidad: “Pero ¿no fueron los rusos nuestros aliados? ¿No son buenos? Que lleguen a Praga sólo puede ser positivo”. Y otras sandeces. El talento artístico no siempre se compagina con la lucidez política y, para dar un ejemplo actual, yo considero a Harold Pinter como el mejor autor dramático vivo que conozco y, sin embargo, sus declaraciones antiyanquis no sólo son infinitamente imbéciles, sino además groseras. El maestro de la ambigüedad, de pronto se expresa como un dirigente local de la IU.
Francia, que ha detenido su memoria histórica en la última derrota de Napoleón (para quedarse sólo con sus victorias), se ha olvidado de que en 1939 disolvió su PCF por “colaboración con el enemigo”. Una disolución más formal que efectiva, pero el caso es que el PCF defendía a rajatabla el pacto nazisoviético que se oficializó ese mismo año en que comenzó la guerra (y Francia está en guerra), pero que existía secretamente desde 1937. Los comunistas franceses se volcaron a hacer propaganda a favor de la URSS, cosa habitual, pero también a favor de la Alemania nazi, algo bastante inédito, culpando de la guerra y de la miseria en el mundo a las reaccionarias democracias burguesas. De eso ya nadie habla en Francia, mientras se sigue condenado el “fascismo yanqui”, puesto en evidencia por la “caza de brujas” del senador McCarthy. Esta fue la línea estratégica impuesta por Moscú a todos los PC del mundo y a sus millones de tontos útiles: “hemos” vencido al nazismo, pero este renace en los USA, porque a fin de cuentas el nazismo sólo es una forma extrema, pero consubstancial, del capitalismo.
Ayer contra el totalitarismo comunista, como hoy contra el terrorismo islámico, las democracias tienen no sólo el derecho, sino el deber de defenderse, pedir que lo hagan siempre bien es pedir peras al olmo. Lo esencial es que triunfe la democracia, lo cual implica, por mucho que nos irrite, que artistas, intelectuales, políticos, sindicalistas, tengan derecho a criticar, a manifestar, a desbarrar incluso, con un límite, sin embargo, que no intenten matar a la democracia, o que no maten a secas. Como ETA en el País Vasco, ejemplo evidente. Pues McCarthy no mató a nadie, Carrillo, sí.