Es la generación de esos jóvenes que, según una encuesta reciente del CIS, responden con un “no” en el 90 por ciento de los casos a la pregunta de si les gustaría acabar convirtiéndose en empresarios. Ese rechazo puede parecer sorprendente si se tiene en cuenta que es la primera generación que ha tenido la oportunidad de estudiar la asignatura de Economía en el Bachillerato, pero lo es menos si se ojean los manuales con los que han estudiado. Así, mientras que, por ejemplo, es de imaginar el escándalo que provocaría que los libros que manejan los alumnos de Magisterio estuviesen profusamente ilustrados con escenas de pedagogos pederastas y alcohólicos, en los de Economía de Secundaria es normal encontrarse, como ocurre con el editado por McGraw Hill, con que en el capítulo “La financiación de la empresa” se salpiquen las pesadas explicaciones teóricas con vivas imágenes del patriarca de los Corleone escoltado de un grupo de criminales que, pistola en mano, contemplan el botín de un asalto.
Que recurran a fotogramas de “El Padrino” para abrir las mentes de los escolares a los mecanismos que determinan la asignación de recursos en una economía de mercado no es una anécdota, es la categoría. Porque desde mucho antes de que Azaña clausurase la única facultad de Económicas que existía en España en tiempos de la República, en el imaginario de esa izquierda que controla la educación y que piensa con faltas de ortografía desde mayo del 68, el mercado es eso: don Vito Corleone y los gañanes del traje a rayas y el sombrero de medio lado. Y eso es lo que transmiten en las aulas a los que se supone que tendrán que ser los futuros emprendedores de la sociedad post industrial.
El movimiento reaccionario que se manifestaba en las calles recientemente para que todo siga igual y nada cambie en la enseñanza es la plasmación de la paradoja de un sistema educativo en el que predominan valores no solo distintos, sino abiertamente opuestos a los que conforman el paradigma cultural, político y económico de Occidente. No hay que extrañarse, pues, de que esos jóvenes tengan como horizonte vital ideal el encontrar una nómina a la sombra protectora del bienestar del Estado. Porque la “comunidad educativa” en la que han pasado su infancia y adolescencia es la antítesis perfecta del mundo de personas autónomas, independientes y libres que rige extra muros de los colegios e institutos. Por el contrario, es la materialización de la deriva infantilizadora de la vida social a la que conduce el ideal del continuo forzar los límites del Estado del bienestar. Esa paidocracia que estableció el PSOE en el articulado de la LOGSE es el modelo perfecto de un mundo sin precios y sin responsabilidad individual, la negación radical de los principios que inspiran una sociedad de mercado.
Y es que hay una coherencia absoluta entre el empeño por anular el afán por la excelencia en esa cama de Procusto que es la pedagogía progresista, y el prejuicio socialista de considerar al capital humano no como un activo productivo, sino como una carga que hay que repartir; como también la hay entre la creencia de que el Estado tiene como misión el proteger a los individuos de la incertidumbre durante toda su vida, desde la cuna hasta la tumba, y esa aversión al riesgo —una palabra que se incorporó al idioma inglés para referir los viajes por aguas desconocidas de los exploradores españoles— que anula el empuje creativo de los audaces, que castra el impulso por saber y construir de las personas, y que es lo que verdaderamente hay detrás de la retórica progresista en las aulas de los institutos y las tarimas de las universidades.
Igualar por abajo a todos es el objetivo último de una utopía de la mediocridad que, desde que se dejó la educación en manos de los pedagogos y los sindicatos, y el BOE en manos de Maravall, inspira la preparación de los jóvenes para seguir viviendo en la adolescencia de por vida, eternamente. Los prepara para un mundo en el que las elecciones individuales no tienen consecuencias significativas, un mundo en el que no hay costes; una vida en la que no hace falta tener en cuenta el riesgo de elegir y la incertidumbre, porque la supone acorde con ese prejuicio de la izquierda según el cual el Estado tiene el poder demiúrgico de anticipar el futuro, pudiendo y debiendo, por el bien de todos, conducir a unos y a otros por las sendas marcadas por su saber arcano. Los prepara para una existencia de niños en la que el Estado ejerce la patria potestad de la sociedad.
Los Peter Pan del botellón son los hijos de la LOGSE. Y es que ésos que nunca olvidan preguntar a sus padres si el depósito está lleno antes de pedir las llaves del coche grande los viernes por la noche son la prueba de que cuando “ÉL” dijo, la pasada semana, que había cambiado el destino del país, tal vez tenía razón.
IGUALITARISMO Y ENSEÑANZA
Un mundo feliz
Desde que se implantó la LOGSE, ya existe una generación entera de españoles a la que el esfuerzo intelectual más serio y riguroso que se le ha impuesto a lo largo de su existencia ha sido el necesario para superar el test teórico del examen para obtener el carné de conducir.
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